HABITACIONES, Ricardo Sumalavia

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RICARDO SUMALAVIA, Habitaciones, Colmillo Blanco, Lima, 1993, 80 páginas.

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ELLA AZUL

   Quizás uno, dos, o tres pasos la llevarán, la llevan, la dejan en aquel puente de doble pista asfaltada, caliente, hirviente por un sol perturbador que hace muchas horas partió y de donde ella siempre parte y sale y se detiene.
   Efectivamente, el sol aparece por el punto en el que todos dijeron, dicen, ella nació, vivió, vive, y quién sabe si seguirá calentando el sol como hoy, como ahora, como antes, sobre la comadrona que tiró de ella para que viera, vea, veamos todos, qué azules parecen las cosas cuando ella las mira: muy bonita, muy niña, muy joven, mujer ahora cansada; aunque no olvidemos que sigue siendo joven.
   La vieron. Se encuentra, la encontramos y aquí está en medio del puente, del meridiano, cavilando las posibilidades de detener al Gavilán en su posible avance, qué horrible es este hombre, no te le acerques, sátrapa, Gavilán, hombre que se dice, digo, algunas vieron, vi galán. Es tan torpe que sigue al otro lado del puente, donde nació, nace el sol y donde ella pensó, piensa y, eso sí, seguirá pensando en escapar del débil y añoso amorío. El Gavilán debe morir, y no dormir, como lo hizo, lo hace sobre un catre por el que saltan los resortes, seguramente que enmohecidos y deformes, nada azules, por supuesto.
   Ella azul, mujer cansada, observó y observa a los carros atravesando el puente. Son muchos los que transitan y pocos los que se vienen a este lado, pero puede ser, es que nunca se sabe; a ella no le importa saber quiénes los conducen. La canícula y sus rayos bajan y rebotan en los autos, el auto, los cristales, el cristal, las lunas, la luna, el sol sobre la luna, y el reflejo azul es para ella, para sus ojos que no cejan ni se ciegan, para su mirada que la dirige, la conduce y la posa en aquella, esta gran línea que es, fue el río que pasa bajo el puente.
   Inclina la cabeza y su pelo muy recortado, corto, como un hombrecito, ya no se mueve, agita y esparce. Ella se recuesta en los barandales herrumbrosos, apoya sus veinte, el vientre, los codos que temblaron, tiemblan, y los calma para que estén quietos y no se inquieten como el río imperioso, impetuoso, con un caudal que te recibirá, ahora no, claro, disculpa; lo que sí recibe son tus panes, tus migas, trozos de pan que abandonas al viento y penetran en el río. Panecillos que disfrutabas con tu amiga, la de la fruta, La Fruta Linares, para todos hoy ausente, hasta para el Gavilán, tragador de seres, aunque no para ti que la sientes cerca, presente, no tan azul pero sí cerca.
   Rápido, veloz, cimbreante, los trozos de pan, de ella azul, van y no vienen por el río presuroso, ansioso, que debería verse azul y no pardo; ella no podrá evitar que el río corre y corra recogiendo una infinidad de cosas y desechos infinitos que se apoltronan en lo angosto y se expanden por lo ancho, ley natural, dicen; y es para ella expandir su trono continuo, siguiendo su cauce, serpentín que por alguna razón muerde y no duelen ni los golpes en las grandes piedras del río que llegan, llega a ese recodo, codo, todo curva como una turba chillante, desesperada, miren por ahí va el trozo de pan de ella azul bajo el sol que se desplaza por el puente caliente, lo atraviesa ardiente sobre un auto igual de hirviente, pero esos fierros doblarán, doblan en una esquina y abandonarán al sol, y ya lo hizo, en el camino que seguirá siendo curvo, y quedará una ligera ventisca que le rozará, le roza la nuca a ella azul y no mueve cabellos y sin embargo sí remueve el vestido. El viento empuja, deja, dejó caer residuos de pan en el puente, los que quedan y quedaron porque los otros ya están en el mar, bajo éste, en el fondo, dejando atrás el río pardo, el puente caliente, ella azul sabiendo y lo sabe que un molusco se habrá comido, se comió el trozo de pan, y ese molusco tendría, tiene la certeza de que el sol estará, está próximo a él, enfriándose, con el frío del frío. Frío.

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