EL LUGAR DE LAS DESPEDIDAS, Mauricio Koch

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MAURICIO KOCH, El lugar de las despedidas, La Parte Maldita, Buenos Aires, 2014, 136 páginas.

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LA VISITA

   La abuela ha dejado de quejarse y respira tranquila. Parece que por fin se ha dormido, piensa él, y aprovecha entonces para ir hasta el pozo a buscar agua. El calor no se aguanta: ni las cortinas oscuras, ni la paja del techo, ni la sombra de los paraísos sirven de nada contra tamaño sol. Sólo el agua fresca del pozo puede dar algo de alivio.
   Llena el balde y camina hasta la galería. Busca un vaso, se sienta y se lo toma de un trago. Ve la tierra rajada del patio, los hormigueros que revientan; más allá el campo, igual de pelado, seco. Después mira el cielo. Sabe que no va a llover, no hay viento, aunque le parece raro no escuchar a las chicharras. Ni a las palomas.
   Todavía tiene sed, así que toma otro vaso. El resto lo usa para mojarse la cabeza, el cuello, el pecho. Deja que el agua corra por su cuerpo y recuerda, mientras tanto, que la abuela le machaca siempre sobre el peligro de mojarse con agua fría cuando hace mucho calor.
   Ahora se siente bien. Cierra los ojos; el calor y el silencio lo adormecen.

   Lo despierta un alboroto en el gallinero. Y Chispa, su perro, que empieza a gruñir.
   Se levanta y va hasta el final del corredor. Ve acercarse a una mujer que camina apoyándose en un bastón: la cabeza cubierta con un pañuelo oscuro, un vestido gris largo hasta los pies. Él, instintivamente, se arregla el pelo, busca su camisa. Buenas, le parece escuchar mientras le ordena a Chispa que no moleste, aunque no es fácil convencerlo. Cuando lo consigue, mira en dirección a la recién llegada para verle la cara. No la reconoce. Sabe que nunca la ha visto. La mujer mira en dirección al balde, que está casi vacío:
   —¿Me darías un poco de agua?
   —Enseguida busco —dice él y le acerca una silla—; siéntese, por favor.
   Ella adelanta el bastón y se esfuerza para moverse. Él reacciona y la agarra del brazo. Gracias —dice ella, y lo mira. Él también la mira, y los ojos de la mujer lo inquietan: un blanco apagado, lechoso, los párpados hinchados. Por un instante, él piensa que en realidad la mujer no puede verlo. En ese momento llega la voz de la abuela, tan clara y enérgica, que lo sorprende: echala, dice. Él se detiene a prestar atención: echala, repiten. Es mi abuela —explica él—, está enferma, disculpe. La mujer no parece sorprendida, sólo cansada.
   Enseguida vuelvo —dice él, y entra en la casa. Minutos después, reaparece con un plato con rebanadas de pan y pedazos de queso. Se lo alcanza a la mujer, agarra el balde y va a buscar más agua. Mientras bombea, mira hacia la galería y ve que ella está comiendo. Se acerca, llena un vaso y se lo da. Ella agradece. Él va a buscar una silla. La mujer come despacio; sin levantar la vista del plato, dice:
   —En todas partes igual; la gente se hace cruces, tocan madera o escupen si me ven venir; se esconden para no atenderme. ¿Vos no me tenés miedo?
   —Lo que pasa es que mi abuela y yo estamos siempre solos —dice él, mientras se sienta—, no es habitual ver extraños por acá...
   Entonces la mujer vuelve a mirarlo. Él nota que esta vez sus ojos brillan: está llorando, piensa. Le alcanza un pañuelo y decide que es mejor dejarla sola, no preguntar; se levanta y camina hasta el final de la galería: el vuelo bajo de un halcón peregrino lo cautiva, no es común verlos por el lugar. Lo sigue hasta que la reverberación del sol en las piedras de la loma lo envuelve y se lo traga. Cuando se da vuelta, ve que la mujer se ha parado:
   —Quédese otro rato, señora —dice—, es una locura andar por ahí con este sol.
   Ella iba a hablar, pero la voz de la abuela se le adelantó; esta vez un grito.
   —Ya vengo —dice él, pero ella levanta apenas el brazo y lo detiene.
   —Tengo que seguir, hijo, no puedo atrasarme en mis tareas. Un día volveremos a vernos y habrá tiempo de charlar. Lo que hiciste hoy por mí no se olvida; yo jamás olvido —dice, y empieza a caminar.
   Él ya no intenta detenerla, nada más la mira alejarse bajo el sol. Después piensa en la abuela, abuela, dice, y antes de girar para entrar en la casa, se hace la señal de la cruz.

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