IMÁGENES MOMENTÁNEAS, Georg Simmel

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GEORG SIMMEL, Imágenes momentáneas, Gedisa, Barcelona, 2007, 136 páginas.

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En Aguafuertes simmelianas (pp. 9-22) Esteban Vernik cimenta un perfecto pórtico para acceder a esta selección de artículos publicados entre 1897 y 1907 por el filósofo alemán en Jugend. Estas Imágenes momentáneas sub specie aeternitatis contienen "pequeñas narraciones, cuentos, sátiras, fábulas, aforismos y hasta un poema". Otthein Rammstedt en Las imágenes momentáneas de Georg Simmel (pp. 121-135) considera que estas "Imágenes momentáneas sub specie aeternitatis ya no pueden serguir considerándose marginales".
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EL MURO DE LA FELICIDAD

   Estaba de visita en casa de unos viejos amigos a los que había visto por última vez hacía una década. En aquel entonces no llevaban todavía muchos años de casados —habían tenido que esperar bastante tiempo para hacerlo y ya no eran jóvenes—y la felicidad emanaba de ellos en cada movimiento, cada pala­bra y mirada, y formaba un aura resplandeciente a su alrede­dor. Aunque ponían toda la voluntad en ser discretos, no podían reprimir por completo el fuego de su pasión, de manera tal que no siempre se saliera de cauce. Esto no tenía nada de desagra­dable o indecoroso: aquella bienaventuranza justamente no los encerraba en sí mismos y que ella irradiara en su entor­no era para ellos tan natural como que las estrellas dieran luz. Ahora era evidente que esto había terminado hacía tiempo. La felicidad, que antaño los embriagaba y desbordaba, cristalizó en una figura rígida, inmóvil. La comunión de las almas ya no se nutría de la sabia de los sentidos: se volvieron prácticamen­te personas ancianas, cuya felicidad reposaba dentro de sí co­mo un ser inconsciente y no los envolvía ya en la llamas de la pasión.
   Pero en medio de esa impresión, en la calma de los días que pasé en su casa, se reveló para mí de golpe algo de lo más sor­prendente. Entraron casualmente en la crepuscular sala de es­tar en la que me hallaba sentado en un rincón oscuro y, antes de que pudiese hacerme notar, cayeron el uno en brazos del otro con una pasión, una impetuosidad~ una entrega mutua, como si hoy mismo fueran jóvenes. Salieron enseguida del cuarto, de modo que nos ahorramos la incómoda situación y ellos nunca se dieron cuenta de que eran espiados. Pero en ese instante se abrió todo un mundo: ¡la felicidad que ningún otro puede comprender! En contraste con ella, la felicidad de la ju­ventud que todo el mundo conoce y comprende tenía algo de compartido, cada cual tenía una parte. De ahora en adelante  fue su total posesión, la más profunda, la más secreta, lo único que ellos entonces comprendieron, porque la tenían y ningún otro podía escrutarla. Me pareció como si toda la pasión de la juventud fuese totalmente impersonal, pues el sentimiento y la felicidad que el joven tiene que dar pueden en definitiva ser recibidos y gozados por muchos otros. Ahora, sin embargo, en la vejez, sólo había un ser humano a quien dar y de quien reci­bir la felicidad. Desde ese momento ella se volvió completa­mente personal, las miles de oportunidades que permanecían detrás de la entrega incondicional de la juventud se hundieron y la entera extensión de los sentimientos se reunió sobre ese uno inseparable. Esa felicidad de vivir se volvió realmente “increíble”; la naturaleza había hecho levantar un muro alrede­dor que la hacía invisible a plena luz del sol, que la protegía mejor de lo que podían hacerlo los más apasionados celos. Pa­ra mí fue como si hubiera escuchado sólo ahora la última pala­bra del amor.

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