EL VIDRIO ROTO, CUENTOS PARA LAS AMÉRICAS. ARGENTINA, Emilia Pardo Bazán

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EMILIA PARDO BAZÁN, El vidrio roto. Cuentos para las Américas. Argentina, Mar Maior, Vigo, 2014, 272 paginas.

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González Herrán edita estos cuarenta y seis relatos de Doña Emilia publicados (con y sin su permiso) en la prensa argentina.
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AIRE

   Tenemos otra loca, pero esa interesante —díjome el direc­tor del manicomio, después de la descorazonadora visita al de­partamento de mujeres—. Otra loca que forma el más perfecto contraste con las infelices que acabamos de ver, y que se aga­rran al gabán de los visitantes, con risa cínica... Y figúrese us­ted, que esta loca está enamorada..., pero enamorada hasta el delirio. No habla más que de su novio, el cual, por señas, desde que la pobrecilla ha sido recluida aquí, no vino a verla ni una vez sola... Si yo creo que esta muchacha, suprimido el amor, estaría completamente cuerda. Verdad que lo mismo les pasa a muchos mortales. La pasión es quizás una forma transitoria de la alienación mental, desde que nos hemos civilizado...
   —No —contesté—. En la antigüedad precisamente es donde se encuentran los casos caracterizados de pasión: Fedra, Mirra, Hero y Leandro...
   —¡Ah! Es que ya entonces estaba civilizada la especie. Yo me refiero a épocas primitivas.
   —Sabe Dios —objeté— lo que pasaba en esas épocas, de las cuales no nos han quedado testimonios ni documentos. Lo indudable es que el sufrir tanto por cuestión de amor, es uno de los tristes privilegios de la humanidad, signo de nobleza y castigo a la vez... ¿Se puede ver a esa muchacha?
   —Vamos; pero antes pondré a usted en algunos anteceden­tes... Esta es una joven bien educada, hija de un empleado, que se quedó huérfana de padre y madre y tuvo que trabajar para comer. Se llama —deje usted que me acuerde—: Cecilia, Cecilia Bohorques. Quiso dar lecciones de piano, pero no era lo que se dice una profesora, y por ese camino no consiguió nada. Preten­dió acompañar señoritas, y le contestaron en todas partes que preferían francesas o inglesas, con las cuales se aprende... ¡sabe Dios qué! Entonces, la chica se decidió a coser por las casas, y en esta forma ya encontró medio de vivir: dicen que tiene habilidad y gracia para la cuestión de trapos... Se la disputaban y la traían en palmas sus clientes. De su conducta todo el mundo se desha­cía en alabanzas. Entonces la salió un novio, el hijo del médico Gandea, muchacho guapo, algo perdido. Amoríos vehementes, una novela en acción. Según parece, el muchacho quería llevar la novela a su último capítulo, y ella se defendía, defensa que tiene mucho mérito, porque, repito, y los hechos lo han demostra­do, que se encontraba absolutamente bajo el imperio de la más férvida ilusión amorosa. Una de las señales que caracterizan el poderío de esta ilusión, es el efecto extraordinario, absolutamen­te fuera de toda relación con su causa, que produce una palabra o una frase del ser querido. Dijérase que es como palabra del Evangelio, que se graba indeleblemente en los senos mentales, y de la cual se deriva, a veces, todo el contenido de una existencia humana ¡Extraño dominio psíquico el que otorga la pasión!
   El novio de Cecilia —al final de las escenas en que él so­licitaba lo que ella negaba dominando todo el torrente de su voluntad rendida— solía exclamar en tono despreciativo:
   —¡Tú no eres nadie; eres más fría que el aire!
   Con su asonantamiento y todo, la frasecilla acusadora se clavó como bala bien dirigida dentro del espíritu de la muchacha, y allí quedó, engendrando un convencimiento profundo. Ella era, seguramente, aire no más... Lo repetía a todas horas —y esta fue la primer señal que dio de su trastorno—. Como que no hizo otra cosa de raro, ni menos de inconveniente: con el mismo aspecto de pudor y de reserva que va usted a verla ahora, siguió presentándose en las casas de las señoras para quienes trabajaba, y de estas señoras ha partido la idea de traerla aquí, a fin de que yo intente su curación. Se interesan por ella muchísimo.
   —¿Y usted espera que cure...?
  —No —respondió el médico en tono decisivo y melan­cólico—. La experiencia me ha demostrado que estas locuras de agua mansa, sin arrebatos, sonrientes, dulces, apacibles en apariencia, son las que agarran y no se van. No temo a las bru­tales locuras de la sangre, sino a las poéticas. Las refinadas, las delicadas, las finas... Yo les he puesto, allá en mi nomenclatura interna, este nombre: locuras del aire...
   —¡Como la de Ofelia! —respondí.
   —Como la de Ofelia, justamente... Aquel gran médico alienista que se llamó —o no se llamó—Guillermo Shakespea­re, conocía maravillosamente el diagnóstico y el pronóstico...
   Después de estas palabras de mal agüero, el médico me guió a la celda de la loca del aire. Estaba muy limpio el cuar­tito, y Cecilia, sentada en una silleta baja, miraba al través de la reja, con ansia infinita, el espacio azul del cielo y el espacio verde del jardín. Apenas volvió la cabeza al saludarla nosotros. Era la demente una muchacha delgadita y pálida; sus facciones aniñadas, menudas, serían bonitas si las animasen la alegría y la salud; pero es lo cierto que hay muy pocas locas hermosas, y Cecilia no lo era sino por la expresión realmente divina de sus grandes ojos negros cercados de livor azul, y enrojecidos por el llanto cuando respondió a nuestras preguntas:
   —¡Va a venir, va a venir a verme de un momento a otro! ¡Me quiere a perder, y yo... vamos, no sé decir lo que le quiero! Lo malo es que, acaso, al tiempo de venir, ya no me encontrará... Porque yo, aquí donde ustedes me ven, no soy nada, no soy nadie... ¡Soy más fría que el aire! Como que soy eso, aire... No tengo cuerpo, señores... ¡Y como no tengo cuerpo, no he podi­do obedecerle con el cuerpo! ¿Se puede obedecer con lo que uno no tiene? ¿Verdad que no? Yo soy aire tan solamente. ¿No me creen? Si no fuese esa reja, verían cómo es verdad que soy aire... Y el día que quiera, a pesar de la reja, se convencerán de que aire soy. ¡Y nada más que aire! El me lo dijo... y él dice siempre ver­dad. ¿Saben ustedes cuándo me lo dijo la primera vez? Una tarde que fuimos de paseo a orillas del río, a las Delicias... Qué bien olía el campo! Él me quería estrechar; y como soy aire, no pudo. ¡Y claro! ¡Se convenció...! ¡Soy aire, aire solamente!...
   Comentó estas declaraciones una carcajada súbita, infantil. Salimos de la celda previo ofrecimiento de avisar al novio, si le encontrábamos, de que su amiga le esperaba con impaciencia. Y fue una semana después, a lo sumo, cuando leí la noticia en los periódicos: llevaba este epígrafe: “Suceso novelesco...” ¡Novelesco! Vital, querrían decir: porque la vida es la grande y eterna noveladora.
   Aprovechando quizá un descuido de los encargados de su custodia, presa de un vértigo y aferrada a la idea de que era aire, Cecilia trepó hasta la azotea de uno de los pabellones, se puso de pie en el alero, y exhalando un grito de placer (realizaba al fin su dicha), se arrojó al espacio.
   Cayó sobre un montón de arena, desde una altura de veinte metros. Quedó inmóvil, amodorrada por la conmoción cere­bral. Aún alentó y vivió angustiosamente dos días. El conoci­miento no lo recobró.
   Su última sensación fue la de beber el aire, de confundirse con él, y de absorber en él el filtro de la muerte, que cura el amor.

Caras y Caretas  9 de mayo de 1908

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