LIBROS PELIGROSOS, Juan Tallón

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JUAN TALLÓN, Libros peligrosos, Larousse, Barcelona, 2015, 288 páginas.

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Juan Tallón trenza con habilidad este conjunto de microensayos amenísimo en el que disecciona con sutileza más de 90 obras de narrativa, ensayo y otros géneros: de Bandoleros de João Gilberto Noll a Velocidad de los jardines de Eloy Tizón pasando por A esmorga de Eduardo Blanco Amor. 
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Crímenes ejemplares, Max Aub (1903-1972)
1ª edición: Impresora Juan Pablos, 1957
Género: cuentos y relatos

   A veces el crimen solo parece una linda página, que lo vuelve un bello acontecimiento, al estilo del día de tu comunión. No pasa solo en Borges. Pocos libros me han hecho tan feliz y divertida la muerte como Crímenes ejemplares, de Max Aub. Aub, dicho de paso, no soportaba Ficciones de ninguna de las maneras. En la entrada del 15 de junio de 1945 de sus diarios escribe: «A los tres cuartos de hora de la toma me duele el estómago, todo él. Sensación de hambre, evidentemente falsa. Ficciones, de Jorge Luis Borges, o de cómo la erudición —verdadera o falsa— mata la poesía. Y esa presunción... Pobre, pobrecito Borges, humanista policíaco y consultor de enciclopedias (y si no, peor). Estómago igual: cuarenta y cinco minutos y dolor».
   Pero hablemos del asesinato y la felicidad y la belleza, como si fuesen lo mismo. Ignacio Soldevila, un estudioso del humor en Aub, sostiene que Crímenes ejemplares es un anecdotario en torno al tema del homicidio sin premeditación y, en general, con alevosía por parte de la víctima. Cada crimen parece estar bien cometido. Hay algo de necesario en él. Pongo un ejemplo tierno: «Era la séptima vez que me mandaba copiar aquella carta. Yo tengo mi diploma, soy una mecanógrafa de primera. Y una vez por un punto y seguido, que él dijo que era aparte, otra vez porque cambió un “quizá” por un tal vez”, otra porque se fue una v por una b, otra porque se le ocurrió añadir un párrafo, otras no sé por qué, la cosa es que la tuve que escribir siete veces. Y cuando se la llevé, me miró con esos ojos hipócritas de jefe de administración y empezó, otra vez: “Mire usted, señorita...”. No le dejé acabar. Hay que tener más respeto con los trabajadores». Cada crimen es un alegato contra la mala educación y la incompetencia. Los asesinatos de Max Aub quieren ser un servicio público, un buen ejemplo. No hay nada reprochable en la acción de los ejecutantes, sino en la actitud de las víctimas, que en el fondo reciben su merecido, por molestar. Parece un disparate, y quizá lo sea, pero yo estoy dispuesto a defender que la literatura es un terreno idóneo para hacer disparates. Son necesarios.
   Hay en cada crimen una pirueta cínica que vuelve del revés todo lo que el homicidio posee de reprobable. De pronto, el lector se siente más próximo al verdugo y aplaude la espontaneidad con la que se ha dejado llevar. La desproporción causa-efecto que hay en cada crimen es la base de la comicidad, que gracias al humor y la ironía corrosiva quita hierro a las consecuencias. Ninguna muerte es grave gracias al tono del discurso. En cierto sentido, la retórica puede ser una herramienta para justificar cualquier cosa, en especial si es injustificable. En Aub la muerte es un final siempre vagamente merecido. Y eso sí: limpio. Cada crimen resulta, en cierto sentido, correcto, exquisito, para que cunda el ejemplo. No hay derramamientos de sangre apenas. El asesino es siempre un tipo limpio, hacendoso, que respeta al lector. Salvo en aquellos casos en que se emplea la fórmula «Lo maté...» —«Lo maté porque, en vez de comer, rumiaba», «Lo maté porque era de Vinaroz», «Lo maté porque bebí lo justo para hacerlo», «Lo maté porque no pensaba como yo», entre otros—, los textos casi nunca afirman la muerte de nadie. No es difícil suponerlas, pero, en todo caso, eso es trabajo del lector. A la luz del título del libro, solo puedes esperar un caudal de homicidios y más homicidios. Solo homicidios.
   A veces el crimen solo parece una linda página, que lo vuelve un bello acontecimiento, al estilo del día de tu comunión. No pasa solo en Borges. Pocos libros me han hecho tan feliz y divertida la muerte como Crímenes ejemplares, de Max Aub. Aub, dicho de paso, no soportaba Ficciones de ninguna de las maneras. En la entrada del 15 de junio de 1945 de sus diarios escribe: «A los tres cuartos de hora de la toma me duele el estómago, todo él. Sensación de hambre, evidentemente falsa. Ficciones, de Jorge Luis Borges, o de cómo la erudición —verdadera o falsa— mata la poesia. Y esa presunción... Pobre, pobrecito Borges, humanista policíaco y consultor de enciclopedias (y si no, peor). Estómago igual: cuarenta y cinco minutos y dolor».
    Hay crímenes especialmente exquisitos solo por la técnica narrativa. «¿Por qué había de emperrarse así en negar la evidencia?» o «¡Que se declare en huelga ahora!» son una muestra de que difícilmente se puede decir más con tan poco, es decir, apenas con una pregunta y una exclamación. En cierto modo, se cumple uno de los preceptos del cuento moderno, según el cual se muestra una parte insignificante y se oculta el resto, que cada uno debe reconstruir. Aub negaba mayor preocupación por el estilo. «Escribo como me sale, a la buena de Dios, procurando que suene lo mejor posible diciendo las cosas con las menos palabras», señalaba en una entrevista en 1962, pero Crímenes ejemplares, a poca atención que prestes, está plagada de dobles sentidos, paradojas, juegos de palabras, analogías, aliteraciones y un largo etcétera, En un artificio propio del lenguaje periodístico, hay un crimen cuyo texto enunciativo y brevísimo funciona como una larga novela: «Mató a su hermanita la noche de Reyes para que todos los juguetes fueran para ella».
    Entre la brevedad general, destaca un texto de dos páginas, el más largo del libro. No en vano, por el tema elegido, este merece una dedicación especial. Hablamos, al fin y al cabo, de las visitas inesperadas. Todo el mundo experimenta, en algún momento, la exasperación ante las visitas que no acaban de irse de tu casa. Sobra literatura al respecto. En La Codorniz era un clásico recurrente. Recuerdo que Rafael Alberti, amigo de organizar fiestas en casa, hacía uso de una frase desprovista de grosería, pero que mostraba a los invitados la puerta, sin grandes equívocos: «Es hora de Ibsen», decía Alberti a última hora. «Si no duermo ocho horas, soy hombre perdido; y me tenía que levantar a las siete... Eran las dos y no se marchaban: repantigados en los sillones, tan contentos. Y sabe Dios que no había tenido más remedio que invitarlos a cenar, Y hablaban por los codos, por las coyunturas, a chorros, lanzándose el uno al otro la hebra, enredándola a borbotones, despotricando de cosas insustanciales, y venga tomar copas de coñac y otra taza de café..,». La desesperación del verdugo está perfilada. Ahora bien, sus modales se encuentran fuera de toda duda: «Claro está que podía haber procedido como un grosero y haberles dicho de una manera o de otra que se fueran, Pero eso no reza conmigo. Mi mamá, que se quedó viuda joven, me ha inculcado los mejores principios». Así pues, el narrador, antes de ser grosero, prefiere liquidar a los invitados. Ese coraje es el que nos ha faltado a tantos en muchos momentos de nuestra vida.

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