LA MUERTE JUEGA A LOS DADOS, Clara Obligado

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CLARA OBLIGADO, La muerte juega a los dados, Páginas de Espuma, Madrid, 2015, 232 páginas.

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LA SANGRE
Para Andrés Neuman

   En el principio un viento sopló sobre la tierra y el verbo se hizo sangre, savia en las plantas, rojo hemoglobina en los peces, el aparato circulatorio y su complejo tejido, la vida pujando hasta salir del agua para ascender a la violencia de los mamíferos, a este Adán ya nada mitológico que agoniza con un tiro en la sien y sus miles de millones de hematíes locos, neutrófilos alerta, trombocitos que intentan reparar el desastre de capilares rotos, el sistema de coagulación en estado de urgencia, un líquido que emerge por el orificio, el agujero de la bala que obliga a la sangre a detener esa alegría de río eterno, de gema victoriosa y convertirse en barro coagulado viscoso que fluye por venas y arterias, emerge en una catarata de maravillas fisiológicas, se hace costra para cerrar la boca de la herida, retrotrae ese perpetuo sistema pulsátil que contradice las teorías de Newton y mana libre hasta manchar la roja alfombra persa de una biblioteca en Buenos Aires, los apretados arabescos anudados por alguna mujer descalza incapaz de soñar el destino de esos dibujos que ahora recogen el líquido que mana del agujero en la sien, una nómade nacida cien años atrás que no podía concebir a ese hombre tendido como si nadara, una artesana que entregó su obra a los mercaderes para que la subieran a lomos de un camello en esa larga caravana que atravesó el desierto superando días de sed y repostó, por fin, en una ciudad hecha de barro donde la alfombra fue izada a un carro arrastrado por bueyes que aguijoneaba un anciano, a un tren y a un barco inmenso donde brazos tatuados de porteadores con la piel tatuada la cargarían sobre sus violentas espaldas para llevarla hasta una tienda en el centro de Londres y allí sería exhibida ante las miradas atónitas de los tasadores, de los marchantes para que, en un remate, sin sopesar siquiera en el precio, una mujer muy hermosa con mirada triste, una extranjera riquísima de pelo color azafrán con la mano alzada entre la multitud nerviosa, guante blanco de cabritilla dijera yo, yo, aquí, y pagaría una fortuna que hubiera servido, quizá, para alimentar a todo un pueblo de nómades durante años, y la mujer hermosa ordenaría que se la enviaran directamente al barco donde silenciosos criados de un lejano país la desplegaran blandamente sobre el suelo lustrado de una biblioteca y el intrincado dibujo luciría suntuoso y útil para cumplir con su destino de silenciar los pasos y aplacar el violento derrumbe de un hombre vestido con un elegante frac recién estrenado en la ópera, el cuerpo tendido como si nadara, el revólver antiguo con empuñadura de marfil junto a su mano, el cañón del arma en una torsión imposible, el prodigio de la sangre huyendo de la cabeza que mira hacia la ventana como si sospechara algo, como si pudiera adivinar que, pocos segundos más tarde, la ópera, la alfombra, la tejedora persa, el viejo con su carro, los porteadores, la casa de remates y la hermosa dama de mirada triste escaparían, para siempre, de su cabeza reventada.

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