PLÁCIDA MIRADA, José Antonio Ponte Far

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JOSÉ ANTONIO PONTE FAR, Plácida mirada. Viéndolas pasar, Ézaro, Santiago de Compostela, 2013, 196 páginas.

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En el Prólogo afirma Luisa Landero de este tercer tomo de artículos publicados en Culturas de La Voz de Galicia: "aquí encontramos del difícil arte de la sencillez".
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   Me encontré en Santiago a una hora desacostumbradamente temprana sin nada concreto que hacer. De repente, allá en lo alto de Belvís, vi el colegio en el que estuve interno cinco años, hasta los quince. El aire de la mañana otoñal de finales de agosto me trajo una oleada de confusa nostalgia. Y eché a andar hacia el solemne edificio, que sigue funcionando como colegio y como albergue de peregrinos. Pedí permiso y entré en aquellos enormes pasillos de antaño, dispuesto a desandar el camino hasta las raíces de la memoria de otros tiempos. Han transcurrido muchos años y, sin embargo, los recuerdos acuden a mi mente con la frescura de algo que ocurriese el mes pasado.
   Entro en el aula de mi primer año y escucho la voz cansina de don Alejandro, el viejo profesor de latín, que siempre repetía: “Los en -um, sin excepción, del género  neutro son”. Y aquello tan confuso para mí de que “menos por menos da más”, que nos decían en matemáticas. Y seguí andando; me paro en el Comedor; donde, durante tres días seguidos, tuve delante el mismo plato de macarrones que no fui capaz de comer cuando me lo sirvieron. Me salvó del apuro mi amigo Alonso con unos chorizos que le mandaban de casa, los más sabrosos del mundo. Y me asomo al enorme Salón de Estudio, todavía con algunos pupitres tipo cajón, con tapa superior que se levantaba, mudos testigos de aquella época. En el suyo, un compañero protegía las galletas caseras de nata, exquisitas, con un letrero que advertía al que levantara la tapa: “Ojo, que Dios te está viendo”. Aún así, de vez en cuando algunas le desaparecían, no por maldad, sino por hambre. Y aquí está la Biblioteca, donde leí todas las novelas de Salgan; el Salón de Actos, donde me reí con las películas del Gordo y el Flaco, lloré con Molokai o Marcelino, pan y vino, y donde vi los primeros partidos televisados; la Capilla, donde me arre-pentí de pecados que dudo haber cometido y donde canté solidariamente aquello de nuestro himno “Qué alegres los cielos ahora, qué abiertos los surcos están”. Y subí a la torre, que dominaba todo aquel pequeño Santiago de principios de los 60, pero que ahora ya no puede abarcar. La ciudad se desparrama por los cuatro costados. La novedad es la cercanía de la Ciudad de la Cultura, donde antes estaba el monte Gaiás, destino domiiical de nuestros paseos en manada al que eran tan aficionados aquellos curas.
   Entro en los Servicios, en el mismo sitio de siempre, mientras refresco manos y cara, me veo en el espejo. Hago un esfuerzo por buscar al niño que fui, pero encuentro al otro que soy. Un alguien diferente que echa menos, sobre todo, aquella inocencia. Y me marcho, cuesta abajo, pensando en aquello que decía Samuel Becket, de que “la vida es el arte de sacar conclusiones suficientes a partir de datos insuficientes”.

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