TREN DE HISTORIAS, José de la Colina

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JOSÉ DE LA COLINA, Tren de historias, Editorial Aldus, México, 1998, 139 páginas.

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LA CULTA DAMA

   Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso titulado "El dinosaurio".
    —Ah, es una delicia —me respondió— ya estoy leyéndolo.

EN VERDE VERONÉS, Fernando Valls

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FERNANDO VALLS, En verde veronés, La isla de Siltolá, Sevilla, 2011, 184 páginas. 

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En el Epílogo (pp. 171-173) el armador de La nave de los locos acota las fechas de publicación (de diciembre de 2007 a junio de 2008) de las 50 entradas seleccionadas para componer este tomo, correlato de la nave de Fernando Valls, en palabras de Julia Uceda, [el] "lugar por el que la vida debe circular".
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PEPÍN BELLO, EL AMIGO ÁGRAFO

   Si José Bello, que es como quería que lo llamaran, ha pasado ya a la historia de la cultura de este país, es debido a que fue el gran amigo de Lorca, Dalí (cuyas cartas encabeza siempre con un jovial y sin duda poco ortográfico: "Ola Pepín") y Buñuel (a quien le hizo de mánager en su corta carrera como boxeador), el primero que los acogió en la mítica Residencia de Estudiantes. Pero también por haberles suministrado, gracias a su ingenio verbal y a un humor disparatado e inverosímil, distracciones como el anaglifo (juego de palabras compuesto por tres sustantivos, de los cuales el primero se repite y el segundo era siempre "la gallina"), imágenes como el burro muerto sobre el piano de cola (aparece en Un perro andaluz), o conceptos como putrefacto o carnuzo, variante de aquellos filisteos del XIX, los burgueses conservadores enemigos del arte y las costumbres modernas. Que Pepín Bello tenía talento y gracia natural parece fuera de toda duda, aunque sólo lograra expresarla oralmente. Así, acabó destruyendo las memorias que en diversas ocasiones trató de escribir.
   El caso es que este soltero empedernido nació en Huesca en 1903, hijo de un ingeniero agrónomo, amigo de Joquín Costa y de algunos de los más destacados miembros de la Institución Libre de Enseñanza, como Francisco Giner de los Ríos y Manuel B. Cossío. Aunque quizá la ciudad donde mejor lo pasó, en diversas etapas de su vida, fuera Sevilla, tratándose con toreros (fue amigo entrañable del diestro Ignacio Sánchez Mejías) y con gentes del flamenco. A lo que habría que añadir, claro está, los años en la Resi, como ellos la llamaban, donde aterrizó en 1915, bastante antes que sus amigos, para estudiar Medicina, carrera que no llegó a completar. Además, fue el autor, en 1927, de la foto del homenaje a Góngora en Sevilla. La guerra civil y la muerte de Lorca supondrían el gozne trágico en una existencia que ya nunca sería igual.
   Tras la contienda desaparece y apenas nada se sabe de él, hasta los años setenta, momento en que empieza a convertirse en la memoria viva del 27, de la que ha acabado siendo el último testigo. Después de haber trabajado en calidad de consejero para la Hidroeléctrica de su tierra natal, los negocios de peletería y el motocine que montaría en Madrid no le fueron bien del todo. Aquel que desee saber más sobre este sorprendente personaje, ahora también en la nómina de los bartleby de Enrique Vila-Matas, quien de lo único que presumía era de habérselo pasado bien, debe leer el oportuno libro de David Castillo y Marc Sardá, Conversaciones con José Pepín Bello (Anagrama, 2007).
   Las crónicas dicen que falleció en Madrid mientras dormía, en su piso de la Prosperidad, produciéndose así la última gran paradoja en la existencia de este hombre singular, pues no parece la peor manera de morir para quien llegó a ser un perpetuo insomne. 

HUELLAS, Ida Fink

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IDA FINK, Huellas, Errata Naturae, Madrid, 2012, 240 páginas.

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Errata Naturae acerca al lector estos veinte relatos que gravitan sobre el tiempo del horror del holocausto. Sorprende la contención narrativa admirable con la que Ida Fink comparte las huellas indelebles de su testimonio personal.  
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ALINA Y SU DERROTA

   Dos semanas después de que los alemanes ocuparan la ciudad, el amigo de Alma le pidió que fuera a su casa y, de una manera sutil y sin levantar sospechas, interrogara a la casera sobre si los alemanes o los ucranianos habían preguntado por él y, si había sido así, si habían registra­do la habitación que tenía alquilada. El amigo de Alma, pe­riodista, era autor de algunos artículos virulentamente antihitierianos.
   Era una petición de mucho peso. En aquellos días, cada umbral se convertía en un camino hacia lo desconocido, o más aún, hacia algún desastre de naturaleza desconocida. Por supuesto, tampoco las cuatro paredes de una habita­ción suponían una protección. Aun así, la separación ilu­soria del mundo exterior creaba una ficción de seguridad, lo cual no era poco entonces.
   Al oír la petición de Antoni, Alma se levantó del sofá sobre el que ambos estaban descansando después del almuerzo —desde hacía dos semanas comían patatas espol­voreadas de azúcar: Antoni trajo las patatas, Alma disponía de una reserva de azúcar— y se acercó al espejo para ma­quillarse. Ahora siempre —las dos o tres veces que lo ha­bía hecho— salía muy arreglada, con rímel en las pestañas, colorete, y también se vestía con mucho esmero y elegan­cia. Ese cuidado en el aspecto físico tenía por objetivo di­simular.
   Al pintarse las cejas, se dio cuenta de que estaba muy pálida y de que le temblaba la mano.
   —¿Es indispensable? —preguntó sin dejar de maqui­llarse—. ¿Y qué más da si han ido? De todos modos no volverás allí, te quedarás en mi casa...
   —Es más que indispensable —replicó Antoni—; pero si no te apetece (no dijo: tienes miedo), no vayas. La mujer de Karol dijo que hoy todo estaba tranquilo —añadió.
   —¡Qué va! —exclamó Alma—. Claro que iré. Recuerda que antes de ayer fui a ver a Irena, fui derechita, tranquila­mente... Enseguida estoy lista.
   De repente se sintió animada, despierta, incluso alegre. Era difícil saber qué le había causado este cambio de hu­mor: la observación de la mujer de Karol o la suposición de Antoni de que («no le apetecía». De tanta animación se olvidó de que la casa de Irena estaba a dos pasos, mientras el piso de Antoni en el otro extremo de la ciudad.
   «Claro que iré», pensaba extendiéndose el colorete en las mejillas. «Se tranquilizará cuando le diga que no le han estado buscando, porque estoy segura de que nadie ha preguntado por él...».
   Se puso el vestido azul claro, un oscuro sombrero de paja y guantes.
   —Estás preciosa —dijo Antoni, y remató dando un gi­ro al tema—: Yo no puedo ir allí; además, no parezco judío, ¡parezco tres judíos juntos! ¡Como cientos, como una mul­titud de judíos!
   —No exageremos —exclamó alegremente Alma—, ni con mi belleza ni con la multitud de judíos...
   En el pasillo le cortó el camino la mujer del abogado, en cuya casa alquilaba la habitación.
   —¿Sale? Es una locura... La mañana ha sido tranquila, pero acaba de llamar mi hija...
   Alma sonrió con amabilidad y cerró la puerta detrás de sí con rapidez. La tarde era soleada y exuberante. La sombra de los plátanos descansaba en la acera, las flores de los alféizares esparcían sus aromas. A lo lejos, al fi­nal de la calle, sonaba el tranvía. Al principio caminaba li­gera y despreocupadamente, pero, en la plaza donde se cruzaban varias líneas de tranvía, se topó con los primeros transeúntes y notó cómo se le endurecían los músculos de las piernas.
   «En dos horas todo se acabará, volveré, me sentaré en el sofá y contaré cómo se me estaban endureciendo las pan­torrillas». Siguió su marcha sin aminorar el paso, a pesar de la presión del miedo.
   Decidió hacer todo el camino a pie. Ni Antoni ni ella confiaban en los tranvías ahora; además, sólo podría llegar hasta la politécnica, desde donde aún quedaba un buen tre­cho hasta la casa de Antoni.
   La ciudad estaba silenciosa, parecía deshabitada des­pués de la sangrienta tormenta que en los últimos días se había precipitado sobre sus calles y sus casas. La quie­tud muerta amedrentaba, el silencio amenazaba con una emboscada, irritaba los nervios. Cuanto más se adentra­ba en la ciudad descubierta y desnuda, casi deshabitada, tanto más se apoderaba de ella el pánico.
   Siguió caminando, a regañadientes, colmada de una creciente ira contra Antoni. Toda esta expedición le pa­reció de repente un total sinsentido, efecto de una imagi­nación hipersensible.
   Estaba a punto de echarse a llorar, se decía que era una idiota, se retorcía de miedo, pero seguía el camino.
   De este modo hizo la mitad del recorrido y giró en la ancha y arbolada calle Pelczynska. Era la calle donde se había instalado la Gestapo. Se había convertido en mucho más que una calle: era un término, un concepto. «Lo lle­varon a Pelczynska», decían, y no eran necesarios más co­mentarios adicionales.
   Enredada en el miedo, con la mente portando un in­terminable diálogo con Antoni sobre el sinsentido de su misión, ni siquiera se daba cuenta por qué calle tran­sitaba.
   De repente se paró como clavada en el suelo. A una dis­tancia de cincuenta metros la calzada estaba bloqueada por camiones. Algunos tipos de la Gestapo estaban yen­do y viniendo por la acera delante del edificio, un grupo de personas acababa de desaparecer detrás del portal. Los alemanes iban y venían. Los camiones se alejaron.
   —¿Están cogiendo a la gente? —preguntó Alma a un muchacho que acababa de pasar al lado de los alemanes y seguía tranquilamente su camino.
   —Piden la documentación, pero no a todos, sólo a aque­llos que no les gustan. A usted —el muchacho la miró con admiración— no la van a molestar...
   «Seguro que no, pasaré tranquilamente como si nada», se dijo, incapaz de dar un solo paso. Permaneció desespe­rada forcejeando consigo misma. Llegó otro camión y un nuevo grupo de personas desapareció detrás del portón, y los de la Gestapo caminaban por la acera de aquí para allá...
   Se quedó allí de pie largo rato, desesperada. Finalmente se rindió.
   Tomó el camino de regreso destrozada. El pánico se desvaneció, ya no tenía miedo de nada. No era capaz de pensar en nada, excepto en su derrota y en cómo se pre­sentaría ante Antoni y qué le diría. Su desesperación, al igual que el miedo de hacía apenas un instante, aumen­taba violentamente, y llegó un momento en que Alma ya no estaba segura de si no hubiera sido mejor que la cogieran...
   Cuando entró en la habitación, Antoni se levantó de un salto del sofá.
   —¿Han ido?
   La impaciencia de la pregunta, la mirada ávida de res­puesta la despojaron de lo que le quedaba de fuerza.
   —No estuve allí... —dijo, pero él no la oyó bien. Com­prendió «no estuvieron» y su rostro se iluminó.
   —No estuve allí.
   —¿No has ido? ¿No has podido llegar? ¿Otra vez las co­sas no están tranquilas?
   —Llegué hasta Pelczynska y ya no pude seguir más. Ante la Gestapo pedían documentación. Quise seguir, pe­ro no pude.
   Antoni apretó los labios.
   —Has hecho bien —dijo—. Si no hubiera salido bien...
   —Iré mañana.
   Era un lamentable intento de salvar la cara.
   —Ya veremos qué pasa mañana... Quizá vayamos jun­tos. Quizá vaya yo solo. No te preocupes, no pienses en ello...
   La tarde transcurrió en silencio. Antoni estuvo leyen­do un libro, Alma fue a la cocina a cocer las patatas.
   —¡Ha tenido suerte!
   La mujer de Karol, la sirvienta de la casa, estaba senta­da junto a la estufa, dispuesta a charlar, como siempre.
   —La casera me dijo que había ido usted a la ciudad... La mañana estaba tranquila, pero luego hubo redadas. Re­dadas en la plaza, redadas más allá del puente. Qué suerte que haya logrado volver... El señor Antoni se queda a pa­sar la noche? ¿Y dónde va a dormir? En su habitación hay una sola cama...
   —Supongo que tendrá que dormir con usted —replicó Alma, irritada.
   En la cena, Antoni se explayó ampliamente sobre la ar­quitectura de las iglesias románicas en Francia. Alina tra­gaba con dificultad las patatas dulces y pensaba que ya jamás las cosas serían como antes. No debería ser así, no precisamente ahora, cuando tendrían que estar más cerca que nunca.
   Se acostó la primera. Antoni se quedó chapoteando largo rato en el cuarto de baño.
   «La guerra es guerra; la vergüenza, vergüenza», oyó la sentencia de la sirvienta pronunciada en la cocina en voz muy alta, a propósito.
   —¿Has oído? —Antoni se partía de risa—. Pensamien­tos de oro, pensamientos sanos. ¿Estás avergonzada?
   «Tendría que haber continuado, tendría que haber con­tinuado», pensaba ella.
   Yacía insomne, las horas caían una tras otra del reloj del campanario. Sólo al amanecer logró dormirse.
   En sueños iba por la calle, un joven alemán le cerraba el paso y la empujaba hacia el portón, era el portón de una iglesia románica. El alemán tenía la cara del mucha­cho que estaba seguro de que no la molestarían. «Me co­gieron», pensó con alegría, y durante un breve momento, en el sueño, se sintió en paz.

BOLSILLO DE PERRO, Pedro Guillermo Jara

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PEDRO GUILLERMO JARA, Bolsillo de perro, Ediciones Sherezade, Santiago de Chile, 2013.

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LA AMENAZA

   Enciendo el computador, un cigarrillo, acomodo mi café e inicio la rutina de revisar lo que he escrito la noche anterior. Luz, me digo, necesito luz y descorro la cortina de la ventana que da al patio.
   Busco un archivo y de pronto siento una presencia tras la ventana. Levanto la vista y lo veo: su mano derecha sostiene una lanza que se pierde en lo alto; en su testa, un casco con una visera movible que protege sus ojos, las mandíbulas, la nuca y que remata en un penacho con una cola que ondea al viento; un peto de cuero dibuja sus músculos del tórax; un manto de piel de cabra cae desde sus hombros; un escudo en el brazo izquierdo; una espada al cinto; un arco y un carcaj terciados a su espalda.
   El centinela barre con su mirada el infinito, más allá de los muros. Desde la explanada Aquiles, desnudo, como loco, le hace gestos exhibiendo sus testículos. No le hace caso, el soldado está acostumbrado a estas obscenidades después que Aquiles perdió a Patroclo en la última batalla.
   Una barba de días cubre el rostro ceñudo del centinela. Adivino que observa a los Aqueos que acampan en lontananza en este largo asedio que se prolonga por diez años.
   ¡Mierda!, murmuro, aprieto la tecla “Suprimir” y el Troyano desaparece.

CUENTOS DE VERDAD, Medardo Fraile

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MEDARDO FRAILE, Cuentos de verdad, Cátedra, Madrid, 2000, 360 páginas.

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EL ÁLBUM

   Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante.
   —¿Qué van a tomar?
   —Café con leche. ¿Y tú?
   —Lo mismo.
   En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se habla de cuando llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil.
   Sus compañeros de colegio —él lo recordaba— habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia. Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda su vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa, como si en ello les fuera su felicidad, el sí o el no.
   —No: hoy "Las Mariposas", no —decía ella con tremendo gozo—. Hemos visto ya "Los Grandes Inventos".
   Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de "Las Mariposas", ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él —el novio— tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de "Las Aves Domésticas" proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol: "Mejor, blanco", insinuaba él. "No, tiene que ser naranja", decía resuelta ella, entornando los ojos como si le dañara el agridulce color del pájaro. En "Las Aves Exóticas" pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo, y champaña y "confetti". En "Flores para Regalo" él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a "Animales Prehistóricos", tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo "Los Animales Prehistóricos", pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de"Las Piedras Preciosas". Ante "Las Piedras Preciosas" él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En "Las Algas" enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con "La Evolución del Automóvil" lo pasaron bien, dieron saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con "Las Fieras" se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con "La Fauna del Mar" cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a "Las Frutas", ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara como Adán.
   Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días -sobre todo el último- a que él dijera: "El álbum para ti, te lo regalo." Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le habría devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella -que se había enamorado de aquel álbum- le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca.

LLUVIA MENUDA, Susana Benet

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SUSANA BENET, Lluvia menuda, Comares, Granada, 2008, 80 páginas.

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Qué vulnerable
la mano del poeta
cuando no escribe.

SOPA DE PESCADO, Francisco Rodríguez Criado

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FRANCISCO RODRÍGUEZ CRIADO, Sopa de pescado, Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2001, 96 páginas.

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AL DESPERTAR

   Nada marchaba bien ya. Nuestras disputas eran cada vez más frecuentes y agresivas. Todo estaba roto, hueco, olía a podrido. Se acercaba el fin de la relación.
   Aquella tarde, después de echarnos en cara tantas y tantas cosas (todas ciertas y todas mentiras), se marchó de casa, dando un portazo. Cuando regresó, yo estaba en la cama, casi dormido. Noté su cuerpo pegarse tímidamente al mío, transmitiéndome el calor de la indiferencia. Para confirmar la idea de que no había salvación posible, hicimos el amor salvajemente, mintiéndonos, ahogándonos aún más, matando el veneno de la verdad con chillidos artificiales. Al acabar, nos quedamos mirando al techo, cubriendo nuestros presentimientos de silencio. Ella lo sabía y yo lo sabía: la proximidad era lo que nos alejaba.
   (Es todo tan gris cuando estás con una mujer que ya no te ama y a quien ya no amas...).
   Ambos esperábamos el sueño como una tabla de salvación. ¿Hasta cuándo aquella agonía? Decidí entonces que a la mañana siguiente, en cuanto despertase (en vez de aceptar un alto el fuego, como venía siendo lo habitual), me levantaría para hacer las maletas. No podía vivir más tiempo a su lado.
   Pero al despertar resulta que no despertamos. No estábamos allí, en aquella cama sin deshacer; no era aquella nuestra casa, ni aquellos cuerpos eran nuestros cuerpos; nuestras riñas no habían existido tampoco en el mundo de la realidad. Simplemente, no estábamos. De repente comprendimos que toda nuestra vida había sido un sueño. Nos miramos, deseando ser soñados nuevamente.

LOS MONOS INSOMNES, José Óscar López

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JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ, Los monos insomnes, Chiado, Madrid, 2013, 174 páginas.

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PASA UN AVIÓN

   Pasa un avión y deja una estela igual que la de un barco. Comprendes que el mundo está sumergido. 

CUENTOS Y LEYENDAS DE LOS MASAI, UN PUEBLO DE ÁFRICA ORIENTAL,

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ANNE W. FARAGGI, Cuentos y leyendas de los Masai, un pueblo de África Oriental, Kókinos, Madrid, 2009, 74 páginas.
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 En La vida actual de los Masai Anne W. Faraggi explica el significado de la palabra Maasai: "el que habla la lengua olmaa, lo que puede traducirse como "los que poseen un espíritu común". Las ilustraciones son de Anne-Lise Boutin. 

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RAMAT, LA VACA QUE HABLABA CON LOS HOMBRES

   Hace mucho tiempo, en la época en que el cielo la tierra se tocaban, las vacas sabían comunicarse con los hombres en el lenguaje de éstos, En aquel tiempo vivía una mujer que se llamaba Nariku OlarI. Tenía una vaca llamada Ramat que, como todas las vacas de aquellos tiempos, hablaba el lenguaje de los hombres.
   Un día, Nariku llamó a Ramat y le dijo:
   —Querida Ramat, necesito un poco de tu leche.
   —Toma mi leche, Nariku. Te la doy con mucho gusto —respondió Ramat.
   El día siguiente, Nariku llamó a Ramat:
   —Ramat, querida vaca, necesito un poco de nata.
   —Toma mi leche para hacer nata, querida Nariku. Ponla a hervir, déjala reposar y la nata flotará en la superficie... —le aconsejó Ramat.
   Al otro día, Nariku llamó a Ramat:
   —Ramat, querida Ramat, necesito un poco de tu sangre.
   —No hay nada más sencillo, mi querida Nariku. Coge una flecha bien afilada y pincha mi vena yugular. Recoge mi sangre en una calabaza y vuelve a cerrar bien la pequeña herida con un emplasto de hojas.
   Así se hizo, pues Ramat siempre deseaba contentar a Nariku.
   Pasaron unos días y Nariku llamó a Ramat:
   —Ramat, querida Ramat, necesito que me des algo.
   Ramat acudió enseguida.
   —Claro que sí, querida Nariku; dime qué necesitas de mí.
   —Dame un poco de tu médula espinal —le pidió Nariku.
   —No me es posible darte mi médula espinal sin darte también mi vida... —repuso Ramat.
   Pero Nariku insistía.
   —¿Tendré que irme de tu lado para que no me mates? ¿O debo darte mi vida por amor a ti y para satisfacer todos tus caprichos? —preguntó Ramat.
   Nariku no respondió y buscó un cuchillo para matar a Ramat.
   Ramat escapó hacia el llano corriendo con todas sus fuerzas. Mientras corría, gritó a Nariku:
   —Antes de que me vaya para siempre, voy a advertirte de tres cosas:
   La primera es que a partir de ahora las vacas saben que los hombres no respetan a las criaturas de Dios y están dispuestos a sacrificarlas. Por eso, las vacas se alejarán del hombre y no volverán a hablar en su lengua.
   La segunda es que a partir de ahora las vacas no vivirán con los hombres sino fuera de las casas y los hombres tendrán que llevarlas a caminar durante todo el día lejos de los poblados para que puedan alimentarse.
   Y, por último —dijo Ramat con una voz cada vez menos audible, mientras se alejaba de la casa de Nariku—, la tercera cosa es que tendréis que ordeñarnos todos los días y ya no nos comportaremos con tanta paciencia y amor. A veces os daremos una buena patada para recordaros que somos criaturas vivas que sufren. Los hombres tendréis que aceptar estas obligaciones, al igual que nosotras asumiremos que hemos sido creadas para vivir con los hombres y que dependeremos eternamente de su vanidad.
   Desde ese día, ninguna mujer puede sacrificar una vaca. Y, también desde ese día, los hombres tienen que cuidar de su rebaño en cada momento del día y de la noche.


LA SOMBRA DEL CAIMÁN Y OTROS RELATOS, Manuel Moya

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MANUEL MOYA, La sombra del caimán y otros relatos, Onuba, Huelva, 2006, 156 páginas.

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ESBIRROS

   El hombre que cada noche duerme en el portal, hoy lo he sabido, no es más que un contratado del ayuntamiento. Rodeado de cartones, de un escobón, de un carrito construido a base de despojos y apestando como una bodega, ese tipo no es más que un maldito contratado gracias a las oscuras ordenanzas municipales. ¿Merezco algo así? ¿Por qué nos trata como a imbéciles el ayuntamiento? ¿Creían que no me iba a acabar enterando? Todo, todo encaja. A mí no me la dan. Puedo parecer estúpido, pero a mí no me la dan. El ayuntamiento contrata a esos tipos para que sepamos qué es lo que nos ocurriría de no levantarnos cuando es todavía de noche, de no coger el metro cada mañana y de no volver ya oscurecido al lugar donde nos está esperando el hombre que apesta como una bodega, fiel esbirro, ya digo, del ayuntamiento. Entonces, sorteamos como podemos al tipejo, esperamos el ascensor, llegamos derrumbados a casa, besamos a la niña que está haciendo los deberes en su cuarto, ponemos el despertador a las seis y media y comenzamos a soñar en el adosado ese de la zona residencial, donde no dejan entrar a nadie, y mucho menos a los esbirros del ayuntamiento.

SILENCIOS ESCOGIDOS, José Mateos

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JOSÉ MATEOS, Silencios escogidos, Comares, Granada, 2013, 80 páginas.

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Sin fragilidad no hay, no puede haber belleza.
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FILANTROPÍA MODERNA.- Qué satisfechos porque, con el paso de los siglos, hemos aprendido a asustarnos de nuestra crueldad, pero no a prescindir de ella.
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Solo tenemos algo en el preciso momento en que lo damos.
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Cuando llega la noche, se vuelve del revés el cielo y empiezo a vivir sin darme cuenta en el interior del mundo.
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Las palabras que no existen, si existieran ¿qué otro mundo crearían?
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El arte es una fábrica de suspiros.
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De noche, cuando los aparatos se callan, escucho los gemidos de la verdad, asfixiándose bajo montones de información.
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El lenguaje no me deja estar solo. 
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Desconfía de la verdad que carezca de misterio. Es falsa.
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Todos los poemas posibles están escritos dentro de cada lector; el poeta sólo se los despierta.

LA ROSA FIRME, Koldo Artieda

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KOLDO ARTIEDA, La rosa firme, Trieste, Madrid, 1982, 56 páginas.

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Dividido en tres secciones, Kyoto, Madrid y Vera, contiene haikus y otros poemas breves.
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Por el suicido 
lento de las horas,
vivirse en ellas.

COTIDIANOS, Luis Vea García

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LUIS VEA GARCÍA, Cotdianos, Islavaria, Huelva, 2008, 134 páginas.

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REDENCIÓN

   Tomó el ascensor en el subterráneo donde acababa de aparcar previamente su vehículo. El ascensor, lejos de conducirle hasta la planta que daba al supermercado, le llevó a la que daba al nivel de la calle. Fue entonces cuando pudo observar la escena. Un hombre y una mujer. Un abrazo, un beso largo. Luego, una despedida. La puerta del ascensor que se cerraba. Y la sensación de turbación que debió de quedarle.
   Llegó a casa poco después con la comida que acababa de comprar, unos precocinados. No había nadie. Oyó el maullido de su gato que vino a recibirle. Se restregó un par de veces en la pernera del pantalón y se sentó en el pasillo, esperando a que le dieran la comida. Él parecía no percibir lo que ocurría a su alrededor. Maquinalmente dejó la compra sobre la mesa de la cocina y luego fue al dormitorio a cambiarse. Mudó el traje y la corbata por el chándal. Fue entonces cuando la oyó llegar. Ella se apercibió de la presencia de él porque al introducir la llave —no fue necesario dar el par de vueltas habitual para abrir la puerta. Lo primero que vio fue al gato. Seguía en el pasillo, esperando acontecimientos. Ella entró en el dormitorio. Él la vio y le dijo:
   —Cariño, he traído la comida.
   Ella se acerco a él y le dio un beso corto y fluctuante, apenas vivo, leve, sin pasión. Fue como una constatación. Estoy aquí. Nada más. Luego ambos fueron a la cocina. Mientras él encendía el horno para que se calentase, ella puso en el cuenco del gato algunas croquetas de alimento para animales. El silencio se rompió con el ruido lejano de la masticación del felino. Él todavía tenía en mente la escena del supermercado, pero a ella no le dijo nada. Ella no sabía que pasaba por su mente, pero le encontraba ciertamente distante.
   —¿Te pasa algo, cariño?- le espetó súbitamente.
   —No, estoy un poco cansado. He tenido un día ajetreado en la oficina.
   Ella asintió entendiéndole y olvidó el asunto. Fue hacia la nevera y tomó la botella de Martini negro. Luego alcanzó del mueble un par de copas de cóctel. No le preguntó a él si quería una, simplemente se la sirvió como hacía habitualmente. Luego, se apercibió de que no le había preguntado.
   —Cariño, ¿quieres una copa? Él estaba de espaldas a ella, tomando unos platos para verter en ellos la comida recién calentada. No pudo verla.
   —No me apetece...
   Y, mientras lo decía, se dio la vuelta y vio su propia copa.
   —...pero ya que la has preparado...
   Bebió de un trago. Tomó los platos y los llevó al comedor. La mesa estaba sin poner. Entonces, volvió con los platos a la cocina.
  —Cariño, ¿puedes poner la mesa?
   Ella se agachó para abrir un cajón. De él sacó un mantel, color blanco, algunas finas rayas apenas perceptibles. Tras de ella, él con la comida. Encendió la televisión. El espacio de silencio fue ocupado por el ruido.
  —¿Seguro que no te pasa nada, cariño?
   Él negó, pero al rato apagó la televisión. Ella tenía el tenedor en la boca.
   —Te he visto.
   Ella tragó sin responder. Luego, y fríamente, le preguntó:
   —¿Dónde?
   —En el supermercado.
   Ella le miró a los ojos y le espetó.
   —¿Te he dicho alguna vez algo?
   —¿Algo?
   —De tus amantes.
   —¿Mis amantes?
   —Mejor será que lo olvides.
   —¿Que olvide lo que me acabas de decir?
   Casi lo dijo con incredulidad y, a la vez, con furia.
   —No, cariño, que olvides que me viste en el supermercado.
   Y él volvió a encender la televisión. Ella tomó otro bocado y masticó lentamente en su boca. Luego le dijo:
   —¿Y qué tal en la oficina, entonces?

PALABRAS LITERARIAS, Ricardo Guadalupe

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RICARDO GUADALUPE, Palabras literarias, Octaedro, Barcelona, 2010, 96 páginas.


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Acierta Octaedro al publicar estas colaboraciones de Ricardo Guadalupe para el programa de la Radio del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Palabras literarias constituye un ameno catálogo de figuras literarias, de interés tanto para el lector interesado como para el futuro escritor.
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JITANJÁFORAS: LA MÚSICA DE LAS PALABRAS

   Vamos a hablar de la música de las palabras. Sí. Vamos a escu­charlas y a darnos cuenta de que, aún sin entender su signifi­cado, son capaces de expresar y transmitir algo solamente con su sonido. Este tipo de palabras al que me refiero abarca desde los primeros fonemas que puede balbucir un bebé hasta las palabras que nos inventamos cantando en la ducha.
   Y cuando hacemos esto, cuando utilizamos este tipo de pa­labras ininteligibles, esto tiene un nombre, estamos haciendo una jitanjáfora. El término fue acuñado por el escritor mexi­cano Alfonso Reyes en la primera mitad del siglo xx para de­nominar a las palabras o frases sin sentido pero con rima o ritmo.
   Se pueden encontrar fácilmente ejemplos en la música, como la jitanjáfora de los Beatles: «Obla-dí, obla-dá». Tam­bién los hay en la magia, como es el caso del famoso conjuro «abracadabra», O en el cine; Charlot en Tiempos Modernos, de­cía: «je le tu le tu le twaa» para darse aires franceses sin saber francés.
   En literatura, la jitanjáfora tuvo un gran auge con los poe­tas del Creacionismo. Este movimiento, impulsado por el chi­leno Vicente Huidobro, recurrió a la jitanjáfora porque propor­cionaba efectos nuevos y universales, ya que las jitanjáforas nacen con vocación de no variar de una lengua a otra. También Eugéne Ionesco, padre del teatro del absurdo, introdujo la ji­tanjáfora en varias de sus obras.
   Pero, en realidad, su uso es incluso anterior a que Alfonso Reyes le encontrara nombre. Ya se utilizaba en algunas paro­dias del Siglo de Oro español. Recordemos los versos de Lope de Vega:
A la dana dina,
a la dina dana,
a la dana dina,
señora divina.
  
  Actualmente, la jitanjáfora aparece sobre todo en la litera­tura infantil.
  Y tratando la jitanjáfora, no puedo dejar de recordar a un mago en el manejo del sonido de las palabras: Julio Cortázar. Empleaba con maestría onomatopeyas, aliteraciones, diminu­tivos o aumentativos para marcar a su antojo el tono y el ritmo de sus textos.
    La máxima expresión de esto la tenemos en el capítulo 68 de su novela Rayuela, donde para dar un tono íntimo y un ritmo propio al encuentro físico de los dos personajes protagonistas, crea un recurso literario extremo, un lenguaje codi­ficado pero sugerente, al que llamará glíglico. Dicho capítulo comienza de la siguiente manera:
   Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémi­so y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes.

  

HUÉSPED DE LA VIDA, Manuel Neila

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MANUEL NEILA, Huésped de la vida [Poesía 1980-2005], Llibros del Pexe, Gijón, 2005, 210 páginas.
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En esta antología se encuentra el libro El sol que sigue (Fábulas del tiempo), que incluye una sección, "Incidencias", con veinticuatro textos de carácter aforístico.

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Entre la precariedad de la existencia y la conciencia de la precariedad de la existencia existe un litigio de lindes que sólo se resuelve en los tribunales de la poesía.
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Vamos con la vida pendiente de un hilo que nadie, apenas nadie puede ver.
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Las estrellas no precisan de los hombres para existir. Pero sin los hombres no serían estrellas.
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El mundo físico está ahí, nos rodea por todas partes; pero la posibilidad de su existencia fermentada se decide en las cavas del alma, de la conciencia o de la memoria.
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Lo inesperado se produce a cada instante. Pero nosotros rara vez estamos allí para comprobarlo.

CUENTA, PAJARITO, CUENTA..., Sharif Kanaana

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SHARIF KANAANA, Cuenta, pajarito, cuenta..., Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, Guadarrama, 2013, 176 páginas.

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En 2005 la Unesco clasificó este corpus narrativo como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo presenta esta edición abreviada del trabajo del antropólogo y folklorista palestino Sharif Kanaana. A la Introducción (pp. 7-39), en la que, mediante el análisis de la tradición cuentística, aproxima al lector a la idiosincrasia de la sociedad y de la cultura palestina, le suceden las quince narraciones seleccionadas. Tras los relatos, las Recetas (pp. 131-142) y un Apéndice Fotográfico (pp. 143-167).   
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LA PAJARITA

   Érase una vez, queridos míos, una pajarita que decidió hacer un pozo y se puso a escarbar y escarbar hasta que sus manos estuvieron completa­mente teñidas de alheña. Pero la pajarita siguió es­carba que te escarba hasta que, al cabo de un rato, vio que la alheña había teñido también sus patas y sus pies. Asombrada, levantó sus ojos al cielo, y Dios, que llevaba un rato mirándola, decidió gas­tarle una última broma y pintar sus ojos de kohol, pero como la pajarita no se daba cuenta de lo que estaba pasando siguió escarbando y escarbando... de repente, ¡PLASH!, encuentra un cofre y, ¡uAuuu!, cuando al fin consigue abrirlo, ¿qué es lo que ve? Una preciosísima tela suave y brillante como la seda.
   —¡Anda! ¿Qué podría hacerme yo con esta tela? —exclamó.
   Pensó, pensó y pensó y... enseguida encontró la solución.
   —¡Ya está! Me voy a hacer un vestido.
   Y salió volando a buscar a su modista (que también era una pajarita) y, nada más llegar, le dijo:
   —Había pensado hacerme dos vestidos, uno sería para mí y el otro para ti. ¿Qué te parece?
   La pajarita modista aceptó encantada, y ese mismo día se puso a trabajar. No había pasado ni una semana cuando vio aparecer de nuevo a su clienta:
   —A ver, a ver —piaba la pajarita—. ¿Cómo te han quedado esos vestidos?
   La modista fue a buscar los vestidos para que los viera y entonces.., la pajarita se lanzó sobre ellos como una flecha, los cogió con el pico y salió vo­lando. A continuación, volvió a su pozo para seguir escarbando, hasta que de repente, ¡oh sorpresa!, en­contró un nuevo cofre y, en su interior, una precio­sa tela de algodón como la que utilizan las señoras para hacer los pañuelos. La pajarita fue enseguida a visitar a su modista pero, esta vez, le pidió que le hiciera dos pañuelos.
   Y no había pasado una semana cuando la pa­jarita regresó a buscarlos:
   —A ver, a ver —piaba la pajarita—. ¿Podrías enseñarme cómo te han quedado los pañuelos?
   La pajarita modista fue a buscar los pañuelos para que su clienta los viera y entonces.., la pajarita se lanzó sobre ellos como una flecha y, después de cogerlos con el pico, salió volando. A continuación volvió a su pozo para seguir escarbando y, de pron­to, ¡oh sorpresa!, encontró un nuevo cofre y, en su interior, una bolsa de lana.
   ¡Pero qué lana más estupenda! —se dijo—; encargaré que me hagan un colchón.
   Esta vez fue volando al colchonero y pidió que le hiciera dos colchones:
   —Uno será para ti y el otro para mí. ¿Estas de acuerdo?
   El colchonero estaba de acuerdo. A los pocos días la pajarita regresó a buscarlos y nada más ver­los se lanzó sobre ellos y después de cogerlos con el pico, salió volando y cuando llegó a su nido en un árbol, los dobló con cuidado y se hizo una especie de sillón y muy contenta, antes de sentarse, se pu­so sus dos vestidos, uno encima del otro, y sus dos pañuelos, también uno encima del otro, y, así arre­glada, con las manos y los pies teñidos de alheña y los ojos pintados de kohol, la pajarita imaginó ser una preciosa novia.
   Y en esas estaba cuando acertó a pasar por allí el hijo del sultán, que iba de caza con su escopeta al hombro. Nada más verlo, la pajarita se puso a cantar:
   —La, la, la... hoy es fiesta y por eso me he puesto mis vestidos nuevos. La, la, la... llevo enci­ma todos mis vestidos nuevos.
   Cuando el hijo del sultán la oyó cantar, se echó la escopeta a la cara, levantó la vista hacia las copas de los árboles y cuando la tuvo a tiro, disparó. Dis­paró, pero no le dio. Y la pajarita casi se muere de la risa:
   —¡Jajajá! ¡No tienes ni idea, chaval! ¡Jajajá!
   Al ver que la pajarita se estaba riendo de él, el hijo del sultán se enfadó muchísimo y decidió que no se iba de allí sin cazarla. Cuando, después de muchos tiros, lo consiguió, la agarró por el pescue­zo y empezó a desplumarla. Pero, incluso mientras la desplumaba, la pajarita seguía cantando:
   —¡Vaya, vaya! ¡Hay que ver qué valiente es el señor desplumador! —piaba sin parar la pajarita—. ¡Pero qué valiente!
   El hijo del sultán, que nunca había soportado que se burlaran de él, ordenó que la metieran en un puchero y, como le gustaba mucho cocinar, él mismo se la preparó en pepitoria. Aun así, la paja­rita seguía cantando:
   —La, la, la, ¡qué gran cocinillas estás tú hecho! La, la, la, ¡qué gran cocinillas!
   Le salió tan rica que en un pispás se la comió, pero cuando terminó, el hijo del sultán sintió ganas de ir a hacer caca, y entonces, ¡oh milagro!, después del primer apretón salió la pajarita cantando:
   —¡Puuuafl, ¡qué mal rato he pasado ahí den­tro! Y encima,.. ¡he tenido que verte el agujero del culo!, pues que lo sepas, por más que seas hijo del sultán lo tienes tan feo como el de los demás, tan feo y tan rojo como un carbón encendido.
   Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

DOS MINUTOS, José Alberto García Avilés

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JOSÉ ALBERTO GARCÍA AVILÉS, Dos minutos: microrrelatos, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2008, 158 páginas.

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ESOS OJOS

   La abuela se levantó y fue a buscar unas cuantas patatas más. Comencé a pelar con menos prisa las que le quedaban. Escuché el crujido de unos pasos en la grava y pensé que era la abuela. De repente apareció él en el umbral. Me levanté. Nos quedamos mirándonos sin decirnos una sola palabra. Tan sólo clavábamos la vista en el otro. El veía a una adolescente desconocida que tenía el cabello y la nariz de mi madre. Y yo veía a un hombre desconocido y envejecido, con grandes bolsas bajo los ojos. Era una versión decrépita del joven con uniforme militar que la abuela guardaba en un estante del salón. Pero en medio de aquella cara encontré unos ojos castaños como los míos. Y supe que nos quedaba el resto de nuestras vidas para hablar.

CUATRO VECES FUEGO, Lara Moreno

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LARA MORENO, Cuatro veces fuego, Tropo, Madrid, 2008, 250 páginas.

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PRIMER DÍA SIN RELOJ

   Querida:
   El día ha sido largo, tal y como me esperaba, pero aún así no lo considero suficiente. Quiero advertirte que aún no se ha marchado del todo, que todavía conservo algo de luz en la parte más baja de las ventanas. Estoy por hacer algo con esto que se acaba en las baldosas, con este brillo que ya me resulta inhóspito, porque sé que no apaciguará lo que vendrá más tarde, cuando todo termine. La mañana comenzó brumosa y el café tardó más de lo habitual en hacer su ruido catastrófico. Ahora sí, pensé, ahora ya no es sólo mi intuición la que rompe el silencio de tus gritos. Miré la cama tibia y escupí dos veces sobre las sábanas vacías. No había forma de ensuciar aquella destrucción de años inútiles. Tal y como me dijiste, he intentado sobreponerme a los excesos de la cotidianeidad. Los vecinos han subido las escaleras como siempre, la hora precisa. Me agaché tras la puerta, por si alguno escuchaba mis gemidos y venía a decirme algo. Ya sé que ésa no era tu recomendación, pero no puedo ahora rebelarme ante mi desobediencia congénita. He observado las plantas del alféizar: ninguna se ha movido ni un ápice, y eso que ha salido el sol, ferozmente, alrededor de las tres de la tarde. También a ellas les he gemido un poco, para que te compartieran. No se han inmutado, igual que hacías tú, cuando yo pretendía todo ese aluvión innecesario de reproches. La tarde me ha cogido por sorpresa. Ya queda menos, he suspirado, y he fingido luego remontar las tareas domésticas que me atañen ahora: el frigorífico repleto de sustancias y los armarios tal y como los dejaste. Huelen a hombre, mi amor, es la primera vez en todos estos años que soy capaz de reconocer mi olor entre mis dedos, mi propio olor incombustible a pesar de todo. Me huelo, por lo tanto estoy, pero no consigo verme en los espejos. Otra desobediencia más: no he recitado los versos que me dijiste en el baño, no quiero recapacitar, mi vida, quiero mantenerme vivo, simplemente, sin asperezas intelectuales que te regresen. La tarde me conmueve, como siempre, pero he notado un ronco arrepentimiento, una brusca lamentación con las nubes bajas al final de la calle. Es cierto que la tarde tiene luz, pero ahora no lleva adjunta ninguna prolongación de llegada. La tarde es tarde, nada más, es igual que la mañana pero con más horas encima, con más lucidez para observar el resultado de lo que ahora somos, esta acumulación de obsesiones inservibles y alejadas. Y ya se acaba. Tengo que encender la luz para continuar escribiéndote. Se acabó el día. Sólo es el primero, y se me ha hecho corto; quizá me mude a África, o a dondequiera que haya días infinitos. La noche es el recuento de tu huida, y yo te entiendo. Pero quizá me duela más la oscuridad con sus sombras infalibles y tenaces. No me has dejado solo, compañera, es todo como antes de que vinieras. Sólo queda arrancar que un día estuviste. 

MIRADAS NUEVAS POR AGUJEROS VIEJOS, José María Pérez Zúñiga

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JOSÉ MARÍA PÉREZ ZÚÑIGAMiradas nuevas por agujeros viejos, Páginas de Espuma, Madrid, 2014, 160 páginas.
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150 cuentos, poemas, aforismos o microensayos se disfrazan de entradas de diccionario para acoger, de la A a la Z, un viejo intento de renovar la mirada del mundo.

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   agonía. Llevaba semanas preparándose para las vacaciones, sufriendo y adelgazando, hasta que llegó la huelga de transportistas. Decían que podría durar mucho tiempo, que los alimentos escasearían. Ana no se lo pensó dos veces. Entre el régimen y su escaso sueldo –agotado casi siempre antes de llegar a fin de mes entre ropa, revistas de moda y cosméticos– no podía almacenar grandes provisiones, pero algo, pensaba, había que hacer. Se lio una manta a la cabeza y acudió al banco para sacar sus escasos ahorros. Después fue al hipermercado. Tres carros fueron suficientes: dos para la comida, otro para cremas y revistas, que consideró que estaban bien de precio y contribuirían a paliar tanto sacrificio. Se las vio y se las deseó para meter la comida en el apartamento, pequeño pero acogedor, como correspondía a una chica ordenada y mileurista. Pero después de un par de horas todo quedó en su sitio. Había dedicado una tarde entera a ser previsora, y eso le hizo sentir bien. Así que por la noche se regaló una ración doble de lechuga y otra de máscara facial antes de acostarse.
   El exceso de lechuga suele ser funesto. Ana lo descubrió durante la madrugada, cuando tuvo que levantarse para ir al baño una y otra vez. Pero también había otra cosa: la satisfacción había desaparecido, acaso ahora se trataba de angustia, de un presentimiento. Cuando a las siete se metió en el cuarto de baño después de no haber pegado ojo y encendió la radio, lo comprendió todo: esa misma madrugada, sindicatos, patronal y gobierno habían llegado a un acuerdo. ¡La huelga se había desconvocado! Ana apenas pudo reprimir las lágrimas. Y no aliviaron su congoja la ración doble de crema hidratante y magdalenas, que era lo que solía desayunar. La bollería y los dulces sólo se los permitía muy de mañana –tenía todo el día por delante para quemar el azúcar–, pero añadió media tableta de chocolate, tal era la angustia que sentía. Trató de concentrarse en su trabajo, en no volver a pensar en toda la comida que tenía en casa, rebosando los armarios, las estanterías, la nevera. Se le ocurrió que, por lo menos, esa noche podría hacer de cena algo especial. Desempolvar el libro de recetas que le regaló su madre cuando se independizó, con estas palabras: «Toma, hija. Te aseguro que en algunos momentos de mi vida ha sido el único consuelo».
   Ana se había reído entonces, pensando en los kilos de más de su madre y en el cabrón de su padre, al que nunca había conocido, pero esa noche una sonrisa especial se dibujó en su cara. Cenó solomillo a la pimienta con patatas fritas, croquetas de pollo, los regó con media botella de Rioja, terminó con una tarta de chocolate. Ni siquiera se acordó Ana esa noche de la mascarilla facial, y durmió profundamente, sin sobresaltos ni pesadillas. No hay que decir que a partir de ese día su vida cambió. Tal era su agradecimiento a los transportistas, que se afilió por solidaridad a su sindicato, y al poco tiempo se enamoró de un camionero. Dicen que pronto volverán a subir los precios de los carburantes, pero cuando ellos escuchan la palabra huelga, un pellizco sacude sus corazones. Ana luce ahora rolliza y con un cutis limpio y sonriente.

DISLEXIA(S), Javier B

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JAVIER B, Dislexia(s), e.d.a., Benalmádena, 2010, 126 páginas.

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DOMINICAL
Con permiso de Ramón Eder

   El poeta se incorpora despabilado por la epifanía.
   Atraviesa la fina lluvia de motas cenicientas arremolinadas en un rayo de sol crepuscular y llega raudo hasta el escritorio.
   Alcanza una página en blanco, toma la pluma y escribe sentencioso: El carácter se forma los domingos por la tarde.
   Satisfecho con la nueva creación, vuelve sobre sus pasos y se estira otra vez en el sofá.
"¡Hay goooool en Carruseeel!", atruena de nuevo la radio.

SALTA DEL AGUA UN PEZ, Emiio Gavilanes

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EMILIO GAVILANES, Salta del agua un pez, Comares, Granada, 2011, 48 páginas.


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Baño en el río.
Quieta, limpia está el agua. 
Aquí se ahogó un niño. 

EN EL OTOÑO AZUL, Marian Arija Santamaría

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MARIAN ARIJA SANTAMARÍA, En el otoño azul, Jirones de Azul, Sevilla, 2011, 82 páginas.

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SIN PISADAS

   "Sin pisadas"... el largo paseo por la playa se dejó sentir; acelerando la marcha, volvió la vista atrás con intención de "contar" las pisadas... la mujer no encontró ninguna tras ella...

LOS SUICIDAS SE DIVIERTEN, Fabián Vique

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FABIÁN VIQUE, Los suicidas se divierten, Posdata, Monterrey, 2012, 114 páginas.

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CLUB DE FANS

   Todas las chicas están enamoradas del cantante pero una de ellas debe hacer el sacrificio de fingir indiferencia para que el cantante siga componiendo las canciones que enamoran a todas las chicas..

EL ÚLTIMO HOMBRE, Leopoldo María Panero

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LEOPOLDO MARÍA PANERO, El último hombre, Libertarias, Madrid, 1984, 96 páginas.

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La cuarta parte de este libro ilustrado por Roberto Díez, titulada Haiku, contiene trece poemas mínimos. Sirva esta publicación como homenaje a un poeta que nunca dejó indiferente a ninguno de sus lectores. 
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Los vivos 
imitan a los muertos:
se pintan las cejas 
   y los pómulos
colorean de rojo.


ÚLTIMOS COMPASES DEL RELOJ DE ARENA, José Agustín Navarro Martínez

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JOSÉ AGUSTÍN NAVARRO MARTÍNEZ, Últimos compases del reloj de arena, Círculo Rojo, Madrid, 2013, 116 páginas.

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LA INVOLUCIÓN HUMANA

   Por favor, sea breve, dijo la matrona cuando me vio inyectar la pócima. Enseguida el bebé sintió las primeras contracciones y empujó con rabia hasta dar a luz a una madre bien hermosa que parió de inmediato a una abuela rolliza, la cual, sin darnos tregua, trajo al mundo a una bisabuela cachetuda, y así, sucesivamente, hasta que una Eva rabiosamente atractiva me propuso que volviera a morder la manzana.

RELATOS LIBERADOS, Mario Alonso

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MARIO ALONSO, Relatos liberados, Almuzara, Córdoba, 2013, 144 páginas.

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Organizado en cuatro bloques cromáticos (Gris, Blanco, Rojo y Azul) Relatos liberados es, en palabras del prologuista, Eduardo Torres-Dulce "un íntimo carnet de notas que lleva impreso la mirada inteligente de alguien que jamás ignora que no somos peones, ni marionetas, sino que estamos hechos de humanidad sea barro o polvo de eternidad, que vivimos pegados al suelo o  mirando incansablemente las estrellas."
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MARCAS Y ARQUITECTURA

   En la mesa de al lado hablaban de arquitectura. Yo tomaba un café tranquilamente bajo un soportal de una plaza de Luca. Fuera caía una lluvia fina. Un hombre maduro de corta estatura escuchaba mientras buscaba algo en un libro. Pude ver que era Gog.
   «Fijaos lo que dice Papini —se levantó para reclamar la atención de los contertulios—. ¿Imagina, usted, un poeta moderno que quisiera introducir un verso suyo en medio de un canto de La Ilíada, o una escena de su invención a la mitad de un acto de Shakespeare? Y, sin embargo, lo que se pide a los arquitectos modernos, y que éstos bella­camente realizan, es un absurdo de ese género». Cerró el libro y continuó en lo que parecía un discurso. «Mien­tras que la cultura oriental ensalza la labor del grupo por encima de la del individuo, la occidental valora mucho más el éxito individual. En la escala de valores de nuestra sociedad prevalece el tener, más que el hacer o el ser, y por eso es competitiva, materialista y poco solidaria. Este modelo social ha trasladado sus efectos a la economía. Hasta el siglo XIX, el intercambio de bienes y servicios se basaba en el precio y la calidad. Con la llegada del capi­talismo, las empresas se dieron cuenta de que para com­petir debían crear marcas. Las marcas son intangibles, de inmenso valor, que lo que buscan es diferenciarse para generar el comportamiento de compra, y constituyen uno de los pilares del consumismo que vivimos».
   De vez en cuando hacía pequeñas interrupciones que concedían a sus palabras cierta solemnidad.
   «Durante siglos, la arquitectura no ha tenido marca: se trazaban unos planos que se copiaban hasta la saciedad, y los pueblos, las ciudades, las comarcas, eran arquitectónicamente homogéneos», sentenció, mientras indicaba con el dedo varios de los edificios circundantes. «Mirad, en la arquitectura ha ocurrido lo mismo. Fijaos en esta plaza, o en cualquiera de Toscana o en muchos otros luga­res del mundo. Ahora ocurre todo lo contrario. El arqui­tecto quiere dejar su impronta, su sello, en definitiva, su marca que le diferencie. Pero no podemos olvidar que la arquitectura constituye un bien público, del que gozamos o sufrimos. Cuando el arquitecto se equivoca no sólo lo hace individualmente, sino que afecta a toda la sociedad, que padece su error. La arquitectura no debe ver en la diferenciación un objetivo en sí mismo, sino que sus fines deben ser la armonía, el equilibrio, la utilidad, la eficacia y, por supuesto, la estética. Que algunos arquitectos elegi­dos se puedan permitir tener su propia marca puede ser comprensible. El problema lo tenemos con el resto, que no tratan de imitar su obra, sino su comportamiento. Hay que volver a la arquitectura para el grupo y no para el ego del individuo que la práctica. Quizás entonces, esta compleja mixtura de arte y técnica vuelva a ser reconocida y apreciada por todos».
   Tras un largo silencio, no pude resistirme y aplaudí sin ningún rubor.

MAL INVIERNO, Carmen Botello

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CARMEN BOTELLO, Mal invierno, El Nadir, Valencia, 2013, 106 páginas.

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Varios microrrelatos de Carmen Botello están ilustrados por Gerad Miquel, Adridán Bago, René Parra y César Sebastián.
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FANTASÍA

   Mientras contemplo el bosque helado, escucho el sonido que susurra la nieve al desprenderse de las ramas. Desearía dejarme caer aquí mismo, y al contrario que Robert Walser, enroscarme y sentir que el frío me adormece. Me deleito con ese pensamiento. Luego ella vería mi cuerpo yerto en la fotografía póstuma y derramaría lágrimas de compasión. La escena me parece perfecta, hasta que empiezo a sentir pánico. Entonces escucho su voz y me dirijo rápidamente hacia el lugar de donde proviene el sonido.



CUENTOS Y LEYENDAS DE LOS JAWI, Pierre Le Roux & Claire Merleau

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CLAIRE MERLEAU & PIERRE LE ROUX, Cuentos y leyendas de los Jawi, un pueblo de Tailandia, Kókinos, Madrid, 2010, 66 páginas.

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El etnólogo Pierre Le Roux recopila los cuentos que ilustra Peggy Adam.
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UNA SEMILLA MUY EXTRAÑA

   Antiguamente, un sabio maestro había abierto una escuela para la enseñanza de la religión musulmana. Era muy famosa y tenía miles de alumnos. Un día se presentó en su escuela un estudiante muy extraño. El maestro lo acogió y éste siguió sus enseñanzas durante varios años.
   El maestro comía, dormía, se despertaba, iba al lavabo, pero el nuevo alumno ni comía ni dormía ni iba a jamás al servicio. ¡Qué raro era! Un día el maestro le preguntó delante de otros estudiantes:
   —¿Por qué tú no comes, no duermes y no vas a nunca al lavabo? ¿Por qué no eres como los demás, que tenemos que comer, dormir, despertarnos, ir al servicio...?
   El hombre no respondió.
   «¿Será este hombre un dios, un ángel, un espíritu?», se preguntaba el maestro.
   Para aclarar aquel misterio pidió a sus alumnos que no dejaran de vigilarle. No le ouitaron ojo durante días, semanas, meses. Era lo único que les preocupaba. Por fin, una noche un estudiante fue a buscar al maestro y le dijo:
   —¡Es un espíritu! ¡Ha venido para confundirnos, para tergiversar los libros sagrados! ¡Es Hibléh, el diablo...!
   El maestro ordenó a sus discípulos que le detuviesen, pero cuando intentaron agarrarle el espíritu huyó a toda velocidad. Corrió, corrió, corrió con sus perseguidores tras él, que corrían lo más rápido que daban sus piernas. Uno de ellos, por fin, consiguió alcanzarle y, metiendo la mano por debajo de su pareo, le agarró por los testículos.
   Como el espíritu quería escapar, tiró con tanta fuerza que se quedó con uno de ellos en la mano. Fue donde estaba el maestro y le dijo:
   —Maestro, ¿qué hacemos con este testículo que no tiene dueño?
   —Id a enterrarlo delante de la casa —respondió éste enseguida.
   Los discípulos hicieron un agujero y dejaron allí el testículo.
   El tiempo paso, los dias sucedieron a los días, las semanas a las semanas, los meses en los meses, y el testículo comenzó a echar brotes.
   El maestro, muy sorprendido fue a verlo.
   «Vaya si ha crecido», pensó.
   Pasaron las estaciones, pasaron los años, y aquel tallo siguió desarrollándose... ¡Un día apareció una hoja! El maestro fue a verlo de nuevo: «Vaya. Parece que están saliéndole hojas», se dijo.
   Pasaron cuatro, cinco, seis, siete años, y de aquel testículo creció un gran árbol.
   El maestro consideró:
   «Vaya, tiene un tronco verdaderamente hermoso. Voy a cortarlo.»
   Entonces lo golpeó con el hacha y el árbol comenzó a sangrar...caucho.
   ¡Había un árbol del caucho en la escuela!
   El maestro siguió enseñando año tras año. Un día el árbol dio un fruto.
   «¡Vaya, la criatura ha dado un fruto!», dijo el maestro.
   El tiempo pasó, el fruto maduró, cayó del árbol y se convirtió en semilla.
   «¡Vaya, ahora una semilla!», gritó el maestro.
   Se puso a pensar. Aquel arbol de caucho podía hacer que su escuela fuera famosa. Sólo tenía que difundir por el ancho mundo la noticia de que allí había un árbol de caucho.
   Envió semillas al extranjero. En aquellos países jamás habían visto nada semejante. Plantaron las semillas del maestro y las cultivaron. Luego, al sajar el tronco con la punta de un cuchillo curvo, comprobaron que, en efecto, de él salía caucho.
   «Con estos árboles de caucho se puede ganar mucho dinero», se dijeron. Y fueron a pedir al maestro más semillas. Todos querían ver el árbol y todos compraron semillas.
   Los días fueron pasando y el interés por la enseñanza fue decayendo. Cada vez había menos alumnos: un año hubo diez, al año siguiente ocho, al siguiente seis... Un día ya no quedó ningún alumno pues todos se dedicaban a comerciar.
   El maestro dejó de enseñar y también se hizo comerciante: abrió una tienda y se dedicó en exclusiva a vender semillas de árbol de caucho.
   Y esta es la historia de las semillas del árbol del caucho que nacieron de un testículo del diablo.


DICCIONARIO DE ATEOS, Sylvain Maréchal

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SYLVIAN MARÉCHAL, Diccionario de ateos, Laetoli, Pamplona, 2013, 368 páginas.

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En el Discurso preliminar o respuesta a la pregunta: ¿qué es un ateo? (pp. 9-31), el intelectual francés Sylvian Maréchal (1750-1803) concluye: "Demasiado orgulloso para obedecer a nadie, incluso a dios, el ateo sólo obedece las órdenes que le dicta su conciencia".
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Adriano, emperador [76-138]. Los versos latinos que dirigió a su alma en el momento de morir muestran las dudas que tenía acerca de la otra vida.

N. B. Si hubiese creído firmemente en Dios no habría sufrido se­mejante incertidumbre, pero no a todos se les concede la gracia de cre­er, y seguramente aún se le concedió menos a un Adriano que llegó a divinizar a Antinoo. Pero esta escandalosa apoteosis ordenada por Adria­no puede que no sea más que una sátira de la religión y una forma de reírse de una plebe crédula hasta la imbecilidad, porque se trataba de un príncipe versado en filosofía.

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Bruno, Giordano [1548-1600]. Filósofo napolitano.

«El dogma de la inmensidad de Dios no resulta menos impío en Giordano Bruno que en Spinoza; ambos autores son unitaristas ra­dicales. Sólo aceptan la existencia de una sustancia única en la natu­raleza» (Bayle).
Algunos avispados, como el obispo de Avranches Huet [Pierre-Da­niel, 1630-1721], piensan que Descartes tomó prestadas algunas ide­as de Bruno.
«Si se juntara lo que Giordano Bruno ha dicho sobre la naturale­za de Dios en distintas obras, poco le quedaría a Spinoza por decir de su cosecha» (Encyclopédie).
Giordano Bruno fue quemado vivo en Roma en 1600 por haber enseñado que la única religión verdadera y buena era la virtud.
«Podemos trazar el plano exacto de una ciudad y dibujar un re­trato muy convincente de su príncipe, pero no podemos disponer de un retrato del Ser soberano ni de un mapa del cielo, y todo hace pen­sar que no podremos contar con ellos nunca» (prólogo al Jordanus Brunus redivivus o Traité des erreurs populaires, 1771).


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Galaicos. Gentes de Galicia. Callaicos hispanos nihil de diis sensisse per­ hibent [Se dice que los gallegos hispanos no saben nada de dioses] (Estrabón, Geografía, III). Otros autores señalan que los galaicos eran ateos.

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Juan, Don. Escena del Don Juan de Molière [1665] que se suprimió en la segunda representación. Don Juan se encuentra con un pobre en el bosque y le pregunta en qué pasa su vida:

Pobre:   La paso rezando a Dios por las buenas personas que me dan limosna.
Don Juan:   ¿Te pasas la vida rezando? Si es así, debes en­contrarte muy a gusto.
Pobre:  Ay, señor, a veces no tengo qué comer.
Don Juan (con ironía): Eso es imposible. Dios no puede de­jar que mueran de hambre quienes se pasan el día rezando. To­ma un luis de oro, pero te lo doy como un mero gesto humanitario.

N. B. El ateo español Don Juan existió, pero no como gustan re­presentarlo disfrazado en escena los autores dramáticos. La única es­cena en la que aparecía tal cual era la prohibieron.

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Simplicio [de Cilicia, 490-560]. Filósofo peripatético.
«Los primeros que utilizaron el nombre de Dios se lo dieron a los astros a causa de la rapidez de sus movimientos, pues la palabra de la que deriva Dios quiere decir correr y moverse rápidamente».

N. B. «La palabra teos viene de tein, correr» ([André] Dacier [1651-1722]).

PLÁCIDA MIRADA, José Antonio Ponte Far

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JOSÉ ANTONIO PONTE FAR, Plácida mirada. Viéndolas pasar, Ézaro, Santiago de Compostela, 2013, 196 páginas.

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En el Prólogo afirma Luisa Landero de este tercer tomo de artículos publicados en Culturas de La Voz de Galicia: "aquí encontramos del difícil arte de la sencillez".
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BÚSQUEDA

   Me encontré en Santiago a una hora desacostumbradamente temprana sin nada concreto que hacer. De repente, allá en lo alto de Belvís, vi el colegio en el que estuve interno cinco años, hasta los quince. El aire de la mañana otoñal de finales de agosto me trajo una oleada de confusa nostalgia. Y eché a andar hacia el solemne edificio, que sigue funcionando como colegio y como albergue de peregrinos. Pedí permiso y entré en aquellos enormes pasillos de antaño, dispuesto a desandar el camino hasta las raíces de la memoria de otros tiempos. Han transcurrido muchos años y, sin embargo, los recuerdos acuden a mi mente con la frescura de algo que ocurriese el mes pasado.
   Entro en el aula de mi primer año y escucho la voz cansina de don Alejandro, el viejo profesor de latín, que siempre repetía: “Los en -um, sin excepción, del género  neutro son”. Y aquello tan confuso para mí de que “menos por menos da más”, que nos decían en matemáticas. Y seguí andando; me paro en el Comedor; donde, durante tres días seguidos, tuve delante el mismo plato de macarrones que no fui capaz de comer cuando me lo sirvieron. Me salvó del apuro mi amigo Alonso con unos chorizos que le mandaban de casa, los más sabrosos del mundo. Y me asomo al enorme Salón de Estudio, todavía con algunos pupitres tipo cajón, con tapa superior que se levantaba, mudos testigos de aquella época. En el suyo, un compañero protegía las galletas caseras de nata, exquisitas, con un letrero que advertía al que levantara la tapa: “Ojo, que Dios te está viendo”. Aún así, de vez en cuando algunas le desaparecían, no por maldad, sino por hambre. Y aquí está la Biblioteca, donde leí todas las novelas de Salgan; el Salón de Actos, donde me reí con las películas del Gordo y el Flaco, lloré con Molokai o Marcelino, pan y vino, y donde vi los primeros partidos televisados; la Capilla, donde me arre-pentí de pecados que dudo haber cometido y donde canté solidariamente aquello de nuestro himno “Qué alegres los cielos ahora, qué abiertos los surcos están”. Y subí a la torre, que dominaba todo aquel pequeño Santiago de principios de los 60, pero que ahora ya no puede abarcar. La ciudad se desparrama por los cuatro costados. La novedad es la cercanía de la Ciudad de la Cultura, donde antes estaba el monte Gaiás, destino domiiical de nuestros paseos en manada al que eran tan aficionados aquellos curas.
   Entro en los Servicios, en el mismo sitio de siempre, mientras refresco manos y cara, me veo en el espejo. Hago un esfuerzo por buscar al niño que fui, pero encuentro al otro que soy. Un alguien diferente que echa menos, sobre todo, aquella inocencia. Y me marcho, cuesta abajo, pensando en aquello que decía Samuel Becket, de que “la vida es el arte de sacar conclusiones suficientes a partir de datos insuficientes”.