CON EL MÁS PEQUEÑO Y EL MÁS IMPERCEPTIBLE DE LOS CUERPOS, Barbara Cassin

0


BARBARA CASSIN, Con el más pequeño y el más imperceptible de los cuerpos, La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2009, 112 páginas.

**********
La Bestia Equilátera publica estos trece relatos traducidos por Vera Waksman.
**********


EL NOMBRE DE UN PADRE
A los alfabetos
 
   La pregunta soñada junto con mi padre es saber en qué lengua y con qué alfabeto se escribe su nombre sobre la tumba. Ahora bien, evidentemente, esta vaci­lación no debería haberse producido jamás.
   Un nombre propio es un nombre propio, idéntico a sí, singular, que identifica en los siglos de los siglos. Grosso modo, para eso está, con la secuencia tradicional de los tres nombres —subraye el nombre habitual—, que inscriben la genealogía.
   Con la diferencia de que nosotros hicimos lo que nos dio la gana desde hace ya mucho tiempo, pues el protocolo de apelación es claramente tan insufi­ciente como un matrimonio por conveniencia. A tal punto que ponemos en práctica simultáneamente la invención del nombre (sometido por otra parte a las estadísticas y revelador de moda) y el número de identificación nacional, seguridad social, índices, con­fiando a los números el cuidado de hacer imposible la homonimia. Los números para compensar el defecto de las lenguas. Pero ningún individuo surgió nunca de un número, tatuado o no.
   Sin embargo, qué magnífico conjunto el de un nom­bre propio y unos números que operan sobre una nim­ba. Todos nos hemos detenido —,¿usted no?— a leer lentamente un nombre y un apellido (o, y se siente la diferencia, un apellido y un nombre), y las dos fechas sobre la piedra, cifras que dicen mucho, hablan a la vez de una época y de una edad (después de todo, mi sexo, mi fecha de nacimiento y mi lugar de nacimiento no están menos legiblemente inscriptos en mi código de barras de la seguridad social, pero de una manera tan escandalosa —2 es una mujer— y que respira tan poco que se resiste a pasar al significante —¿soñarme Google delante de 2 47 10, etc.?). Es tan tierno evocar el nom­bre sobre la piedra para dejar aparecer la imagen, la idea eidôlon, el verdadero fantasma de la persona descono­cida que nos encontramos como a la Magdalena de la lamparilla, la Magdalena que velaba ha venido, joven, a encontrar a Char junto al fuego.
   Evidentemente, está el hecho de que mi padre cambió de nombre. Es su hazaña, una de sus hazañas, el haber cambiado la C por G y haber agregado el eau [agua] para transformar su documento de identi­dad, para pasar de Cassin a Gassineau, de judío a fran­chute (aunque después de todo, ¿Gassinot?, sospecho que el patronímico Gassineau existe bastante poco, un francés por alemán, quizá...). Y que cada uno de sus nombres lo descubra como otro hombre, Joseph, Léon, Pierre o Étienne, Marie, André o Victor, Hyppolite, Clément, Samuel, Arthur, Julien, a diferencia de, diría, Laure, Sylvie, Barbara, que presentan una unidad de intención simplemente inmersa en otros contextos (bárbara, blablabla, con todo, la misa femenina se dice con esas a que nunca son más que el neutro plural). Solo Helena sigue siendo Helena, conquistadora de hombres, conquistadora de ciudades, conquistadora de navíos, cautivadora cautivante, solo queda “Helena” con su nom­bre más cosa que la cosa.
   Sea lo que fuere de Joseph Gassineau, de Léon y de Pierre Cassin, la cuestión no es saber cómo se lla­ma, sino cómo se escribe. Quiero decir: ¿en qué alfa­beto? Es el sueño que recuerdo, escandalizada y per­pleja: ¿cuál es/será la escritura elegida para su tumba? ¿Quién habrá de elegir? ¿Y silo enterramos allí o allá también, con un engaño en una u otra tumba? La he visto en sueños, esa otra tumba desértica, administra­da por su nueva mujer. Argelina digna y rapaz, abuela joven de muchos hijos y que supo de una buena vez ganarse el matrimonio, muerta un día ella también, desaparecida; esa otra tumba con un nombre en una letra que yo no sabía leer, el nombre de mi padre que yo no podía descifrar. De una escandalosa tristeza.
   De modo que ya no quería acordarme sino de las palabras, las que uno prepara en sí desde siempre y que a veces entrega a los hombres, a los hombres amados, y por eso mismo taciturnos. Taciturnos: que no digan nunca lo suficiente es el encuadre que ios hace amar; ¿queda algo por decir? Él sollozaba en la pieza de al lado, mi antigua habitación llena de mugre y de depó­sitos, en mi cama de soltera a la izquierda de la puerta. Una camita de una plaza. El hospital lo había devuelto a su casa para morir. Después de afeitarle la barba, lo oía gritar de rabia en el teléfono mal colgado, oía decir desde la otra punta de Francia a las dos enfermeras que ese viejo era insoportable y que iban a calmarlo.
   Desde el salón donde estábamos todos, oía sollozar, lo oía sollozar solo. Mi hermana es, o ha sido, médica. Ella me respondió que no podía sentir dolor con lo que le estaban dando, que sollozaba de qué, de miedo. Comprendí, porque lo conocía, hasta qué punto ful­minante ella tenía razón, hasta qué punto eso era su muerte. Sollozaba de miedo, con total valentía, como hombre que estaba ante la muerte. Entonces, sin rui­do, volví a mi cama de soltera. Me recosté junto a él, delgado y bello en sus huesos, lo tomé en mis brazos, acostada a lo largo, y le hablé al oído, bastante fuerte como para que las palabras estuvieran en la habitación. Me presenté (soy yo, Baba, que te quiere). No puedes sentir dolor, te quejas pero es de miedo. Pero no debes tener miedo. Ya no tienes miedo porque yo estoy aquí y te quiero. Te acompaño, te acompaño hasta el final. Tengo muchas cosas para decirte. Quién eres y quién has sido para mí cuando era pequeña, y para mi madre, tu mujer, que todavía te ve por mis ojos.
   Lo tenía en mis brazos como corresponde cuando la muerte se acerca, como el ángel Bruno Ganz con las alas de hierro blanco sostiene al ciclista que se muere sobre la calzada. Para que pueda volver toda la vida del que está ocupado en morirse, todo lo triste y lo dulce de su vida, de la vida magnífica que coima y que basta con dos o tres cositas, cosas puras. La quintaesencia precisa de los recuerdos puestos en palabras que se in­ventan a medida que transcurren, la totalidad de lo que ha sido, lo que es, lo poco de lo que será, reunido en palabras que se suceden instante tras instante, con todo el espacio entre las palabras y el tiempo o la eter­nidad enteros entre palabra y palabra.
   Lo digo tanto por ti como por mí. Cómo me lleva­bas a buscar maravillas, fósiles en las Vaches Noires, esos acantilados de tiza y de arcilla por encima de Houlgate, como habré llevado, futuro anterior, a mis hijos antes de que ellos me llevaran a buscar los champiñones y los espárragos, o las pinturas murales de los Koi-San en las grandes tierras de Sudáfrica. El placer de buscar encontrar, cazador-recolector aborigen del primer ce­rebro que coima a todos los otros hasta el último grado de la evolución satisfecha por la intuición de experticia y la sensación de ciencia. Y después. Y después patinar contigo, me empujabas como a María Antonieta en el Collar de la reina en un sillón con patines que acaba­bas de fabricar allí mismo aquel año en que el lago del bosque de Boulogne se había helado en el fondo; una mañana de domingo de invento solar ubicado bajo la huella de la felicidad. Y después. Y después el primer teatro, un pequeño teatrito de porquería donde un cliente concedía las localidades, rojo y dorado como un libro de la condesa de Ségur; con Fernand Ray­naud envuelto en el telón, tras una interpretación a todo trapo, en un intervalo de boulevard con vahiné la vahiné con falda de paja que no podía hablar de tan­to que se reía, y yo que había rodado bajo ci asiento muerta de la risa. Y después. Y después cuando me enseñaste griego, es decir, cuando recorrías todo París en auto para encontrar la traducción de la versión que me habían dado, para que al fin los dos pudiéramos comenzar a comprender algo con inteligencia y di­simulo. La libertad a través de los pequeños toques. El tiempo no quiere decir nada, los días pasan, una palabra, una mirada, condensa todo en un instante. Lo sabemos, creemos que olvidamos, pero está en nuestro poder: detener el mundo, meter el infinito en un marco minúsculo y un cálculo ajustado, inven­tar con el tiempo como inventamos con las palabras, escrupulosamente.
   Escrupulosamente, locamente escrupuloso, como tú, piedra tras piedra.
 

0 comentarios en "CON EL MÁS PEQUEÑO Y EL MÁS IMPERCEPTIBLE DE LOS CUERPOS, Barbara Cassin"