AL FONDO SE ESCUCHA EL RUMOR DEL OCÉANO, Guillermo Samperio

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GUILLERMO SAMPERIO, Al fondo se escucha el rumor del océano, Trama / Ediciones de Educación y Cultura, México, 2013.

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AL FONDO SE ESCUCHA EL RUMOR DEL OCÉANO

   Ella va atravesando la bruma. Supone que si alguien pudiera distinguirla en este vaho sombrío, diría que entre la estopa de bruma va pasando una viuda. Su lentitud atendería menos a las dificultades de abrirse paso en el velamen neblinoso por el que se interna vestida con sólo su suéter delgado de hace años, el amarillo. Los jeans que compró en la tienda de remates de ropa usada. Los tenis guindas de su último marido.
   Esta pausa apesadumbrada más bien podría atribuirse a los costales de basura que aún sostengo por tantos años de errores repetidos. Los tres hombres en mi vida han sido un eco del anterior y sus hijos, siempre dos varones, iguales a ellos. Nada más espejos del eco.
   La amargura se desfiguró años atrás. Si hay algo más fuerte que la amargura, también me la bebería como lo hice con las barcazas de whisky que me tomé. Botella a botella con los Daniels y Billies que pasaron por mi cuerpo como un viento arremolinado de ecos. El primero se ahorcó en la cárcel, otro —quien me regaló la .38— está ingresado en el manicomio del puerto. Al último lo acabo de matar a balazos. No recuerdo ya el motivo del altercado. Pero un día cualquiera lo iban a matar. Cuando lleguen a casa, si llegan, ninguno de sus dos hijos podrá reconocerle la cara. Casi no le quedó cabeza. Si estuviera vivo seguro que no me reclamaría nada. Lo conozco muy bien.
   Pero no me quejo, creo que nací para acostarme con esos hijos de puta que nadie quiere, ni sus madres ni los hospitales. Al ahorcado lo corrieron del hospital todavía en la congestión alcohólica. Acoso sexual a dos enfermeras fue lo que me dijeron cuando los policías le desataban del pescuezo el cinturón. Soy, en rigor, como me gritaba mi padre, una nómada de los colchones hogareños donde he hecho el juego de vivir una vida decente. Como las de mis vecinas que no me dirigen la palabra hace no sé cuánto tiempo. Y luego otro juego de vida decente, de un eco a otro. Aunque parí seis hijos de perra, soy desierto.
   Poco a poco se va atenuando la bruma. Al fondo hay luces rojas y azules. Cuando la mujer del delgado suéter amarillo deja atrás el último hilacho de niebla, advierte con claridad letras en azul y rojo. Mira hacia la enorme lata de Budweiser que gira en la azotea del paradero. Llega hasta la puerta de dos hojas, empuja una y entra. Sus ojos se hacen rendijas ante las luces desproporcionadas del sitio. Camina por un pasillo que ha recorrido un centenar de veces. Con clara habilidad, la mujer toma con una mano dos botellas de whisky. Regresa sobre sus pasos hasta donde está el hombre que lee un diario, acodado sobre el mostrador y levanta la cabeza. Con la otra mano, la mujer saca la .38 y apunta a la frente del hombre, quien se acomoda los lentecillos con el dedo índice.
   —Éstas me las llevo, Richie —dice ella—, por todo lo que has ganado conmigo.
   —Está bien, Evelyn —dice Richie—; te las has ganado a pulso, sí señor.
   La mujer de pelo rubio entrecano va hacia la salida.
   —Evelyn —escucha a sus espaldas—: llévate esta caja de cartuchos. No vaya a ser que los necesites. No puedes ir por la bruma con un arma vacía.
   Evelyn empuja con el codo una de las hojas de la puerta. Al fondo de la oscuridad escucha el rumor del océano.

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