PARTÍCULAS EN SUSPENSIÓN, Lola Sanabria

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LOLA SANABRIA, Partículas en suspensión, Talentura, Madrid, 2013, 140 páginas.

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PARTÍCULAS EN SUSPENSIÓN
A Manu Espada

   La noche, esquinada y morosa, se va, remoloneando. Y entra la luz lenta, dividida. Tímida. Apenas empuja las sombras. Parpadeo varias veces. Recorro el lugar con la mirada. Alguien arañó la pared con la uña. Aún estoy aquí, dejó escrito. Me incorporo. Siento en el costado una llama de dolor. Recuerdo. Echo la cabeza atrás, sacudo el pelo. Ese mechón, niña, ese mechón rebelde te traerá problemas, decía mi madre. Y se ha quedado pegado, con las costras que sellaron la herida en mi frente, para que viera un nuevo amanecer. El sistema. Un buen sistema defensivo el del cuerpo. Restaña, cura, se ocupa de que sobrevivas. La luz entra rayada y se dobla en la tierra apelmazada. Afuera se escucha el gorjeo de los pájaros. Incorporándose a la vida. Como mi bebé, en mis brazos. Ese instante que no me podrán arrebatar. Mi bebé y yo en un tiempo detenido en la memoria. Casi no puedo abrir el ojo izquierdo. Hinchazón de golpes. Pero tengo el otro. El otro, sí. Puedo ver el día, ahora, entrar con fuerza. Me levanto y obligo a mis piernas abotargadas a moverse. Duele. La vida siempre duele. Pero no debería tanto. Tiro de la manta y la extiendo en el suelo. Me tumbo encima. La tibieza de los rayos en la piel reconforta y aleja la negritud de la noche. Levanto la mano y la luz ilumina el hueso descarnado por la magia del sol. El sol. Yo tenía siempre ganas de sol. Amanecía y ya estaba con mi bebé a la espalda caminando por la orilla de un mar calmo. Las olas lavándome los pies. La eternidad y la risa. Enlatadas en la memoria. Adila. Adila. Lejos de la cuchilla. Me duele sonreír. Pero sonrío. Mi niña. Y el mar deja la espuma entre mis dedos. Adila. Mi niña. El hiyad huele a ella, mi pequeña waris.
    El sol se come los barrotes, y si quisiera podría salir fuera. No hay nada que me lo impida. A no ser por ellos que siempre están de guardia, irritados porque no pudieron someterme, porque no consiguieron su propósito: mutilarla. Ella, lejos de sus brazos que aprisionan. De sus manos que atenazan. De la cuchilla de la arpía. Yo machaqué comida para ella, desdentada, para que no muriera. Y reía las gracias de la nieta. Tan preciosa con el brillo en sus ojos enormes como dos tizones calientes. Ríe, ríe, la animaba con sus palmas. Aprovecha este mar amable que te saluda y te lava. Coge las caracolas y sopla dentro para que quede tu aliento de niña, eterno, sin tiempo que lo vuelva agrio y raspe árido como la arena del desierto. Ese instante. Su abuela aplaudiendo el chapoteo en el agua azul y blanca, el giro de sus rizos en el aire, el grito de alegría porque estaba viva y su piel recogía toda la luz de la mañana y la hacía resplandecer en pequeñas gotas como lágrimas. Disfruta del momento, pequeña Adila. Reía con su boca desdentada. Como si de verdad la quisiera.
   Ahora siento el calor. Es lo único que importa. Sentir la vida derramándose en mi cara. ¿Qué me quedan, unos minutos, unas horas, días? No lo sé. Nadie lo sabe. Sólo temo el dolor. Esa piedra que no da en el sitio preciso. Mi fiel Farah lo hará si llega el momento. Pero ahora la vida fluye por mis venas. Ahora el sol calienta mi cuerpo. Y ella está fuera del alcance de la vieja y de su cuchilla. Los pájaros alborotan en el Khat cercano. O tal vez sean los hombres, preparándose. Ellos. Se creen grandes guerreros y tienen que encontrar el valor en sus hojas. Casi los oigo llegar. Sus cuchicheos. Mi marido. Su madre. Intrigando a mis espaldas. Preparándose para la mutilación. Cargados de razones. ¿Quién machacará la comida para ella? Eso no importa. El odio es tan grande. Todo lo arrasa. Pero mi niña no ha hecho nada. Cuando nació yo le conté los deditos uno a uno, cinco, no le faltaba nada. Y nada ha de faltarle. Si nacimos así, así debemos morir. Yo no tuve opción. Mi madre no supo negarse. Le temblaba la barbilla cuando me llevaron. Tragó amargura y levantó la cabeza. No es una tragedia, no dejaba de decirle otra vieja. Será una buena esposa. Y lo soy. Lo fui. Mi marido me ha repudiado y no quiere verme, ni traerme agua. Farah tira cubos por la ventana y yo me acerco con la boca abierta y es como si estuviera bajo unas cataratas. Trago y trago hasta que la tierra se la lleva toda a sus entrañas. Hace tiempo. No sé cuánto. Aquí eso no importa. Importa la sed. Importan esas partículas suspendidas en el aire que intento coger y no se dejan. Libres. Jugando al escondite con los pliegues de mi mano. Libres. Como yo, cuando abrazaba a mi bebé contra mi pecho; como Adila cuando jugaba con las caracolas; como mi hija paseando de la mano de Adela, esa mujer valiente, amiga, que la ha rescatado; como yo que me baño en la luz dorada de este inicio de la mañana y juego a ser otra vez niña que aún no conoce el dolor intenso al que te llevan los de tu propia sangre. Libre porque este instante es, será ya, para siempre imborrable y eterno.

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