EL ALEPH, Jorge Luis Borges

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JORGE LUIS BORGES, El Aleph, DeBolsillo, Barcelona, 2012 (2011), 216 páginas.

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LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS

   Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso".
   Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.

COMPAÑERO DE VIAJE Y OTROS RELATOS, Orlando Araujo

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ORLANDO ARAUJO, Compañero de viaje y otros relatos, Monte Ávila, Caracas, 2004, 212 páginas.

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TAN FUERTES ERAN LAS MANOS

   Eran pocos los que tenían instrumentos de labranza, así que las manos deshierbaron y las púas abrieron el surco para la yuca, el maíz, la caña y el café. Las manos exprimieron la cocuiza y sacaron la fibra y la tejieron, levantaron casas y muros y sacaron del lecho del río piedras y lajas para el templo y para las calles y se hicieron manos fuertes como las rocas que arrancaban.
   Cuando las rocas eran muy grandes barrenaban para ayudarse con la dinamita y una vez volaron por los aires brazo y mano y piedra juntos. «Recojan los pedazos, muchachos —ordenaba tranquilamente el mentado Luís Terán agarrándose el muñón— recójanlos que no ha pasado nada, aquí está la otra mano y ya se amañará a trabajar un poco más».
   Tan fuertes eran las manos que aquellos hombres temían golpear con el puño cerrado y castigaban con la mano abierta como saludaban y como acostumbraban a entregar su lealtad. Toscamente, esas manos daban el amor y a veces también la muerte, ambas cosas con violencia y casi siempre en silencio.

1001 GAZAPOS PARA MORIRTE DE RISA, Varios Autores

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VARIOS AUTORES, 1001 gazapos para morirte de risa, Libros Cúpula, Barcelona, 2009, 224 páginas.
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Frecuentamos la lectura de aforismos buscando cápsulas memorables de sabiduría. La presente antología reúne, justamente, el envés del conocimiento, del que, no obstante, también se puede aprender, sonriendo. En la Introducción (pp. 7-9) leemos: "La lectura de este catálogo de disparates debiera hacernos indudablemente más tolerantes, porque nadie, por muy serio que se tome a sí mismo, está libres de cometer alguna pifia en el momento menos oportuno".  
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Hemos estado juntos siete años. De 1974 a 1970. 
Sara Montiel
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No sabemos si es niño o niña, porque aún no le hemos hecho la coreografía.
Antonio Carmona
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A mi marido le gusta ir muy alicatado.
Rocío Jurado
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Estoy buscando la hormona de mi zapato.
Sofía Mazagatos
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—Si el planeta sufriera un holocausto nuclear, ¿a qué pareja humana elegirías para preservar y multiplicar la especie?
—Al Papa y a la Madre Teresa de Calcuta.
Carolina Gómez [Miss Chile 2001]
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Soy el "catorceavo" ministro de Cultura.
Javier Solana
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Acá no se trata de sacarle a los ricos para darle a los pobres, como hacía Robinson Crusoe.
Carlos Menem
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La demostración de que Franco fue superior a Napoleón, César, Alejandro, Carlomagno  y Frash Gordon está al alcance de un niño.
Teniente Coronel Jesús Flores Thies

LAPIDARIUM IV, Ryszard Kapuściński

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RYSZARD KAPUŚCIŃSKI, Lapidarium IV, Anagrama, Barcelona, 2003, 160 páginas.

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El globalismo: la fragilidad de las configuraciones de fuerzas, de los estados de las cosas y de las alianzas es un rasgo característico del mundo contemporáneo. El «hoy» puede ofrecer un aspecto del todo diferente al del «ayer» y ya no sorprende a nadie que de repente todo haya cambiado; nadie pregunta por causas ni busca los orígenes.

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En la tradición de Occidente, democracia era sinónimo de liberalismo. Hoy, sin embargo, de unas elecciones generales, democráticas y sin fraude, puede salir un gobierno autoritario o un líder dictador.
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La mayor debilidad de la cultura: que es incapaz de detener el asesinato.
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A principios del siglo XX, guerras y revoluciones estaban interconectadas. La guerra desencadenaba, daba comienzo o aceleraba la revolución. A finales de este siglo, por el contrario, las guerras no tienen consecuencias revolucionarias de ningún tipo.
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La forma de sonata es la estructura de una obra musical cuya esencia consiste en una transformación libre de temas. Una de sus variantes: la sonata barroca, que se compone de movimientos breves que contrastan uno con otro. En literatura, su equivalente sería el fragmento, la forma fragmentaria.
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—¿Qué constituye una dificultad para una persona que hoy en día desee saber del mundo, conocerlo y comprenderlo a través de la lectura?
—El exceso. Un océano de libros, revistas, cintas, páginas web, y todo, lleno de teorías, nombres, datos… El exceso.
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¿El hecho es lo mismo que la verdad? Sí, sólo que el hecho sin su contexto no es toda la verdad e, incluso, puede llegar a transmitir algo diametralmente opuesto a su verdadero sentido.
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La gente cree en todo aquello que le resulta cómodo.
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Lo único, lo exclusivo, lo irrepetible de cada persona, de su sino y de su historia, constituye tal vez el fenómeno más importante del mundo.
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Tu cuerpo te habla. Escucha lo que dice. Préstale atención.
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El problema de la estupidez: que no es consciente de sí misma. Y que sólo por eso puede existir, pues la autoconcienciación es algo que está más allá del umbral de su capacidad.

MISCELÁNEAS PRIMAVERALES, Natsume Sōseki

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NATSUME SŌSEKI, Misceláneas primaverales, Satori, Gijón, 2013, 162 páginas.

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25 relatos y 10 narraciones de sueños componen esta atractiva muestra de la riqueza y profundidad del mundo interior de Soseki, expresado a través de un lenguaje que hunde sus raíces en una tierra de fertilidad onírica y simbólica.

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EL INCENDIO

   Sin aliento, me detuve y miré hacia arriba. Las chispas del incendio revoloteaban sobre mi cabeza. Desde un cielo limpio y helado, llegaban centenares de pequeñas virutas de fuego que, de repente, se desvanecían. Pero al instante eran sustituídas por otras chispas aún más rojas y vivas que las anteriores. Por todo el cielo, diminutos puntos rojos volaban, revoloteaban y se perseguían para de pronto desaparecer. Busqué de dónde provenía el fuego y pude ver como un chorro de luz se dispersaba por el cielo, alumbrando toda esa parte. A unos cuantos metros se hallaba un templo bastante grande con una escalera de piedra. A la mitad de la escalera se erguía un abeto de tronco grueso que, serenamente, extendía sus ramas hacia la noche. Se veía mucho más alto que el muro de adobe. El fuego surgía de atrás; por tanto, el tronco negro y las ramas inmóviles del abeto parecían ennegrecerse aún más, mientras que el resto era de un rojo intenso. Pensé que seguramente el foco del incendio estaría por arriba del muro de adobe. Si avanzaba unos cien metros y luego, doblando a la izquierda, subía la pendiente, podría llegar al lugar del incendio.
   Volví a caminar, ahora con más prisa. Pero mucha gente hacía lo mismo; me alcanzaban y gritaban algo al sobrepasarme. La calle oscura se había animado de pronto. Al llegar al pie de la pendiente, me di cuenta de que era muy empinada y además ahora estaba invadida de curiosos. Las llamas se elevaban con fuerza en la cima de la rampa. Si me metía en la corriente, sin duda alguna me arrastraría hacia arriba, y seguramente, antes de que pudiera dar marcha atrás, quedaría achicharrado por las brasas.
   Unos cincuenta metros más allá había otra cuesta más grande que también doblaba a la izquierda. Pensé que sería mucho más fácil y seguro subir por ella. Me dirigí hacia allá esquivando a la gente que iba en esa dirección. Cuando, al fin, pude llegar a la esquina, escuché las frenéticas campanadas del carro de bomberos de tracción animal que había irrumpido por el otro lado. Amenazando con atropellar a quien no se apartara de su camino, el coche avanzó a toda carrera entre la muchedumbre. En un momento dado, el sonido de los cascos sonó fuertemente, y el pescuezo del caballo dobló hacia la cuesta. El caballo echaba espuma por la boca; inclinó hacia adelante las puntiagudas orejas, y emparejando las patas delanteras dio un tirón y arrancó cuesta arriba. Su cuerpo pasó rozando el farol que sostenía un hombre con una túnica corta. El pelaje del caballo brilló como si fuera de terciopelo. Las gruesas ruedas de color bermellón pasaron casi pisándome la punta de los pies. El carro siguió su camino cuesta arriba a toda velocidad.
   Al llegar a la mitad de la cuesta, vi que las llamas ahora se inclinaban hacia atrás, en diagonal. Cuando llegara a la cima tendría que avanzar hacia la izquierda. Busqué un callejón por ese lado y encontré una calle estrecha. La gente me empujó hacia dentro y me di cuenta de que en esa calle ya no cabía ni una persona más. Todos gritaban a voz en cuello. Sin duda alguna el incendio estaba para ese lado.
   Al cabo de unos diez minutos, pude salir del callejón a una calle relativamente más ancha, que tambien estaba abarrotada de gente. Al salir del callejón, me encontré con el carro de bomberos que momentos antes se había lanzado cuesta arriba. Estaba allí inmóvil delante de mis ojos. El caballo lo había traído hasta aquí, pero la esquina de enfrente le cerraba el paso. No podía acercarse más, y no le quedaba más remedio que quedarse allí mirando las llamas que ardían frente a sus narices.
   La gente que llegaba preguntaba a gritos: «¿Dónde es? ¿Dónde es?». Los otros le respondían: «¡Allá, para allá!». Pero ni los unos ni los otros podían llegar al lugar del incendio. Las llamas habían crecido aún más y ahora parecían querer lamer el cielo entero.
   Al día siguiente, a mediodía, salí a dar una vuelta y, de pasada, por curiosidad, quise ver como había quedado el barrio después del incendio. Subí la cuesta, entré por la angosta calle y desemboqué en la esquina donde había quedado el coche de bomberos la noche anterior. Doblé la esquina y caminé un buen trecho mirando los alrededores. Para mi sorpresa, las casas de aquella zona parecían estar pasando el invierno muy tranquilas y silenciosas. No había ningún espacio hecho cenizas. Donde parecia que las llamas deberían haber causado estragos, solo se veía una hilera de hermosos cedros. Y del otro lado del seto se escuchaba el sonido tenue de un arpa japonesa.

ALEBRIJE DE PALABRAS, José Manuel Ortiz Soto & Fernando Sánchez Clelo

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JOSÉ MANUEL ORTIZ SOTO & FERNANDO SÁNCHEZ CLELO, Alebrije de palabras. Escritores mexicanos en breve, Puebla, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2013, 202 páginas.

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Recoge esta antología un muestrario de microrrelatos de la fecunda comunidad literaria mexicana. Junto a los de Agustín  Monsreal, Alberto Chimal, Guillermo Samperio, José de la Colina o Javier Perucho, aparecen textos de una cincuentena de autores que merecen ser reconocidos en España. En la portada, un alebrije: ese animal imaginario que es feliz compendio de lo diverso.

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CRISTINA POR LA MAÑANA

   Llegamos  a  la  carrera  y  nos  aventamos  y  nos  acomodamos para  espiar  a  Cristina  mientras  se  bañaba.  No  la  fisgoneábamos por la grieta de la puerta del baño como lo hace el abuelo de la vecindad. Subíamos a la azotea para verla desde ahí, ya que la ventana era larga y ancha y ella no la cerraba. A veces yo suponía que ella nos veía de reojo, como para enterarse de quién subía, quién miraba y quién estaba. Seguramente se  divertía  mirándonos  cómo  se  nos  caía  la  baba  cuando  se enjabonaba los senos, para mí unos perales, jugosos y azucarados —así me supieron la única vez que me dejó embrocarme con la boca a ellos, pero entonces desconocía que había que succionar, lamber, barrerlos con los labios y hablarles en susurros—. Aquella tarde me enseñó. Con nadie más se dejó tocar. Sí nos permitió que la contempláramos durante su baño matutino.
   Todos tumbados sobre el piso, la mano en la barbilla, en silencio, arrobados por su cuerpo húmedo, en cuyas cordilleras  soñábamos  cada  noche.  Nada  me  perturbaba  más  que verla  enjuagar  su  cabello,  que  se  entallaba  a  la  silueta  de  su cuerpo de tan largo, negro y liso. Como serpiente se le enrollaba desde la nuca, los senos y hasta el vientre y ahí se fundía en la abertura de sus piernas, donde resplandecía de tan negro.
   Al terminar de bañarse, se barría el agua de su cuerpo con las palmas de las manos, luego se secaba con una toalla, que enredaba  a  su  cabellera,  con  cuyo  extremo  después  se  limpiaba la cara. A punto de vestirse, se dirigía a la ventana para cerrarla,  desde  ahí  miraba  hacia  nosotros  por  un  segundo. Más tarde salía en bata, con sus útiles de baño en una cubetita.  Y  en  lo  que  trazaba  el  siguiente  paso  —sus  sandalias  repetían plas, plas a cada paso— miraba de nuevo a la azotea, hacia esos niños que le mendigaban una sonrisa. Ahí nos dejaba  pellizcándonos  entre  nosotros,  respirando  agitadamente, la cara al sol y la mano en la bragueta.

LAS RUBAIYYAT, Omar Khayyam

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OMAR KHAYYAN, Las Rubaiyyat, Edaf, Madrid, 1995, 187 páginas.

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Sebastián Vázquez en la Introducción (pp. 9-12) glosa la historia de la divulgación en Occidente de estas cuartetas de versos dodecasílabos, con rima en el primer, segundo y cuarto verso. El poeta irlandés Edward FitzGerald las tradujo del original farsí en 1859. Esta versión que firma Félix. E. Etchegoyen toma como referencia la traducción francesa hecha por Franz Toussaint. La disposición editorial del texto, enmarcado en una orla vegetal, desconsidera el primitivo carácter versal de las composiciones del sabio persa nacido en "Korasán cerca de Nishapur [...] probablemente en el año 1040 de la era cristiana". 
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Escucha
lo que la
Sabiduría te re-
pite el día entero:
la vida es breve.
Nada tienes de
común con las
plantas que reto-
ñan luego de
podadas.


POR SENDAS DE MONTAÑA, Matsuo Bashō

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MATSUO BASHŌ, Por sendas de montaña, Satori, Gijón, 2013, 160 páginas.


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Tanto la traducción como la selección de textos, notas y prólogo se deben al excelente trabajo de Fernando Rodríguez-Izquierdo, quien destaca, en sus palabras de la Introducción, la figura de Matsuo Bashō como pieza capital en la historia del haiku: gracias a este poeta "dejó de ser un entretenimiento literario divertido e intrascendente (...) para convertirse en un canto —sensible y espiritual a la vez— dirigido a la vida".

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郭公
声横たふや
水の上


hototogisu
koe yokotau ya
mizu no ue





Cantaba el cuco;
su voz aún recostándose
a ras del agua.

LA INVISIBLE LUZ, Ángel Crespo

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ÁNGEL CRESPO, La luz invisible, El Toro de Barro,Carboneras, 1981, 48 páginas.

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Me gusta repetir lo que se dijo hace siglos porque es muy probable que se haya olvidado; pero no me gusta repetir lo que se ha dicho recientemente, porque conviene que se olvide.
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La música nos sirve para ascender a las constelaciones; la poesía para tomar posesión de ellas.
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Ser generoso: dedicar un día a nuestra obra y una semana a la de los demás, que no es obra ajena.
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A cada poeta se le lee en su obra y en la de los demás. Por eso, leer a un solo poeta con olvido de los otros es no leerlo.
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Pon de relieve el mérito de los demás para que el tuyo no te produzca remordimiento.
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Estar oyendo a Bach es como encontrarse en el centro de un diamante.
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El arte es la única religión que glorifica a sus herejes.

PARAÍSOS PARALELOS, Eduardo Gotthelf

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EDUARDO GOTTHELF, Paraísos paralelos, Axioma, Río Negro, 2012, 184 páginas.

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EL SAPO ENCANTADO

   Esa noche, poco antes del beso que pondría fin a su condición, el Sapo vislumbró, en los ojos de la Princesa, su propio destino. Se vio joven y apuesto, luego príncipe consorte, más tarde rey y, finalmente, después de victoriosas campañas militares, emperador. Parpadeó dos veces, como suelen hacer los sapos. Luego saltó al agua y desapareció arroyo abajo.

¿QUIERES HACER EL FAVOR DE CALLARTE, POR FAVOR?, Raymond Carver

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RAYMOND CARVER, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, Anagrama, Barcelona, 2011 (1997), 240 páginas.

Veintidós relatos se incluyen en el libro, el primero que escribió Carver de este género narrativo, y entre los que aparecen algunas piezas de muy breve extensión.

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EL PADRE

   El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.
   El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.
   —¿A quién quieres tú, pequeñín? – dijo Phyllis, y le hizo cosquillas en la barbilla.
   —Nos quiere a todos —dijo Phyllis—, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!
   La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
   —¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.
   —¿No es una preciosidad? —dijo la madre—. Tan sano, mi niñito. —Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo—. Nosotros también le queremos.
   —¿Pero a quién se parece, a quién se parece? —exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
   —Tiene los ojos bonitos —dijo Carol.
   —Todos los bebés tienen los ojos bonitos —dijo Phyllis.
   —Tiene los labios del abuelo —dijo la abuela—. Fijaos en esos labios.
   —No sé… —dijo la madre—. No sabría decir.
   —¡La nariz! ¡La nariz! —gritó Alice.
   —¿Qué pasa con su nariz? —preguntó la madre.
   —En la nariz se parece a alguien —dijo la niña.
   —No, no sé… —dijo la madre—. No creo.
   —Esos labios… —dijo entre dientes la abuela—. Esos deditos… —dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.
   —¿A quién se parece este niño?
   —No se parece a nadie —dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.
   —¡Ya sé! ¡Ya sé! —dijo Carol—. ¡Se parece a papá! —Todas miraron al bebé muy de cerca.
   —¿Pero a quién se parece su papá? – preguntó Phyllis.
   —¿A quién se parece papá? —repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
   —¡Vaya, a nadie! —dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
   —Calla —dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.
   —¡Papá no se parece a nadie! —dijo Alice.
   —Pero tendrá que parecerse a alguien —dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina.
   Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.

BOREAL, Fran Molinero

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FRAN MOLINERO, Boreal, Bubok, Madrid, 2010, 112 páginas.

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El Mundo jamás fue un artefacto.
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El dolor de conocerse. Conocer: arrasar con uno mismo, llenarse de otros, diluirse y decrecer, colmar de incertidumbres, y multiplicarlas ad nausam; gustar del sentido de muerte, en definitiva, y morir: un capricho de excéntrico.
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El adulto es un hombre que busca su niñez.
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Somos cobardes hasta el punto de violentar al Tiempo con nuestra melancolía. Nos juzgamos mejores que él.
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El realista es un idealista, sólo que más pequeño y obtuso.
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Decadencia es el laberinto autoconsciente.
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Prueba de miseria: querer a alguien con condiciones.
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Hay refugios que ofenden.
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En ocasiones, el Mundo merece ser dormido.
Para despertarse.

DIÁLOGOS DE CORTESANAS. MANUAL DE URBANIDAD PARA JOVENCITAS, Pierre Louÿs

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PIERRE LOUŸS, Diálogos de cortesanas. Manual de urbanidad para jovencitas, Valdemar, Madrid, 2005, 192 páginas. Traducción de Elena Fernández. Ilustraciones de Alonso Santiago.
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LA PERFECTA DONCELLA

   —Señora, soy la doncella de la que le han hablado.
   —¡Ah!...— ¿Tiene referencias?
   —Las tengo de mis primeras colocaciones; pero la Señora tendrá a bien comprender que para adquirir mis pequeñas habilidades estuve desde entonces en una casa donde no se dan papeles.
   —¿Está cerrada la puerta?
   —No tema... Además hablo muy bajo... Ya me han contado los gustos de la Señora. Estoy al corriente del servicio... Y, con lo guapa que es la Señora, puede estar segura de que para mí será un placer.
   —¿No tiene usted amante?
   —¡Oh, Señora!
   —¿Ni amiga?
   —Eso es otra cosa.
   —Entonces tendría que dejarla. ¿Lo sabe?
   —Sí, Señora. Y vivir en el piso, es lo que me han dicho. Y ser amable todas las noches hasta las tres de la mañana... El señor acaba de salir. Si la Señora quiere aprovecharlo para tener una muestra de mis habilidades, me quitaré el sombrero.

[De Diálogos de cortesanas]

MOMENTOS DE INADVERTIDA FELICIDAD, Francesco Piccolo

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FRANCESCO PICCOLO, Momentos de inadvertida felicidad, Anagrama, Barcelona, 2012, 152 páginas.
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En la contraportada una analogía: "A medio camino entre Me acuerdo de Perec y las implacables leyes de Murphy, pero con ese gusto tan italiano por la divagación". Los apuntes diarísticos, los microrrelatos, los aforismos... se suceden a ritmo del vals escrito por Rodgers & Hammerstein para The sound of the music: I simply remember my favorite things, and then I don't feel so bad.

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   Entro en una zapatería porque he visto en el escaparate unos zapatos que me gustan. Se los señalo a la dependienta, le digo mi número, el 46. Ella vuelve y me dice: lo siento, pero no tenemos de su número.
   Luego añade siempre: tenemos el 41.
   Y me mira, en silencio, porque quiere una respuesta.
   Y a mí, al menos una vez, me gustaría decirle: vale, de acuerdo, déme el 41.
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   Cuando la mujer con la que duermo ha llegado a comprender que cada uno tiene que dormir en su lado. Que puede abrazarse antes, o cuando nos despertamos por la mañana, pero cuando se duerme es necesario que cada uno vaya a lo suyo. Dividiendo la cama con la misma meticulosidad con que se trazaba la línea de división del pupitre con el compañero de pupitre, en el colegio.
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   En los pasillos del supermercado, estudio siempre los carritos de la gente, y me imagino sus desayunos, sus cenas, ciertos parecidos con mi forma de vida. Hay algunas personas que hacen una compra que realizaría exactamente yo también, una compra que suscribiría.
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   Cuando mi mujer se pone una camiseta mía.
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   Encontrarte después de mucho tiempo con alguien con quien te has peleado. Cuando lo ves, sólo te acuerdas de que te has peleado, pero ya no te acuerdas de por qué. Y tampoco él se acuerda. Te acercas para charlar, y charláis, porque ya no podéis sentir aquella enemistad. 
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   La certeza de que no volveré a tener dieciséis años.

MICROMUNDOS, Alberto Sánchez Argüello

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ALBERTO SÁNCHEZ ARGÜELLO, MicroMundos, Parafernalia, Managua, 2012, 108 páginas.

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MIRADA

   El Sr. Torturador dudó una vez. La mirada de un hombre le recordó a su padre. Desde entonces siempre empieza por los ojos.

EL NIÑO, EL VIENTO Y EL MIEDO, Antón Castro

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ANTÓN CASTRO, El niño, el viento y el miedo, Nalvay, Zaragoza, 2013, 104 páginas.

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Disfrutó por primera vez estas narraciones el público asistente al Festival de Narración Oral de Segovia. Ahora agradecemos a Nalvay la edición de aquellos textos leídos junto a otros que han ido agrandando un volumen bellamente ilustrado por Javi Hernández.
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EL AHOGADO QUE SE APARECÍA  A SU MUJER

   Un día, Pura del Quejigal contó que se había ido a vivir a A Coruña y que allí no se decía «auxilio» como en todas partes para demandar ayuda, sino que se decía: «Socorro, a mí». Y que ella lo podía certificar mejor que nadie: sabido era de todos que se había casado en segundas nupcias con un auténtico caballero, un marino que hacía inventarios de vocabularios de palabras con b (baño, bazar, barrer, basura, balancear, botella, bocina...) de peces y de piedras del mar; pues bien, este hombre fue a bañarse a la playa, y resultó violentamente arrebatado por el oleaje mar adentro. Nadie le hizo caso. Se murió ahogado. Una señora de la ribera le dijo: «Su marido, señora, no supo pedir ayuda y nadie se atrevió a socorrerlo». Pura del Quejigal se entretenía en contar cómo había quedado su marido, con el cuerpo pálido y azotado contra los peñascos, cosido de cicatrices, y describía sus ojos mansos y azules de ahogado imprevisto. Y lo hacía como si nada: saboreando todos los detalles como quien habla de un plato de pulpo. Añadió: «Sueño con él todas las noches. Avanza por el pasillo como si quisiera declararme su amor de nuevo. Qué injusto es el mundo». Y murmuraba, con infinita languidez: «Éramos felices».
   Tras oír aquello, le pregunté a mi madre: «¿Es cierto lo que ha contado la señora Pura?». Mi madre me dijo: «Aquí no se miente nunca». «¿Ni siquiera ella, mamá?» «Ni siquiera la señora Pura del Quejigal».


CUENTOS PARA LEER SIN RIMMEL, Poldy Bird

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POLDY BIRD, Cuentos para leer sin rimmel, Sudamericana, Buenos Aires, 1971, 174 páginas.

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LAS DISTANCIAS

   Será por eso, porque los dos llegaron al lugar cargados con su historia, porque los dos llegaron al beso con el mismo hermetismo, encerrándolo adentro de la piel.
   No se entregaron.
   Hubo un intento, apenas un intento.
   Un barco que quiso llegar a puerto pero se dejó arrastrar corriente aguera, hacia cualquier tormenta, o hacia la misma tormenta de siempre.
   Ella llevaba en sí largas caminatas por mañanas de sol, desolados cansancios de tardes amarillas, el oído alerta para la llamada del despertador, la mano preparada para sacar el boleto del tren del bolsillo interior de la cartera, la lengua fría por un helado de frutilla saboreado sin prisa.
   Él llevaba pegado a sus talones el polvo de las mismas baldosas andadas y desandadas varias veces al día, un aplazo en un examen de la Facultad, cinco novias distintas y repetidas hasta el aburrimiento, las ganas de no haber devuelto, aquella vez, la billetera que encontró en la calle.
   Y además llevaban otras cosas.
   Ropas que fueron usadas y después regaladas.
   Canciones de moda que se les pegaron y canturrearon bajo la ducha, quizás las mismas canciones a un mismo tiempo, pero en lugares diferentes.
   Tal vez algún asomo de alegría vivido a un tiempo, pero separados.
   Tal vez alguna tristeza inmensa en una misma noche, pero bajo techos distintos.
   Lo sabían todo el uno del otro.
   ¿Qué puede haber de misterioso en la vida de una persona?
   Y, sin embargo, no sabían nada, porque ignoraban nombres y fechas y lugares donde habían pasado los veranos.
   Hubieran tenido que contarse todo.
   Hubieran tenido que hacer una larga lista de cosas, de sorpresas, de lágrimas, de sonrisas, de sobresaltos, agonías, desencantos, temores, de películas y libros y poemas sabidos de memoria, de casualidades, descubrimientos, de aceptación y de rechazo. Hubieran tenido que pronunciar cientos de miles de palabras que fueran descascarando la soledad hasta dejar el cuerpo preparado para la entrega, para la confianza. Hubieran tenido que atreverse a jugar una carta, el todo por el todo, quitarse la máscara, esconder la reverencia, decir la verdad, sea cual fuere, mostrar las lastimaduras, las arrugas, las vetas de oro, las napas de barro.
   Pero no se animaron.
   Les faltó valor.
   Ellos dijeron que les faltó tiempo. Pero les faltó valor.
   Estaban engolosinados en su propia tristeza, estaban prisioneros bajo el caparazón de la comodidad, no querian tomarse el trabajo de quitarse los siete velos y ver la desnudez de la felicidad... porque temían que después del séptimo velo apareciera de nuevo la soledad, la terrible, la zorra, despiadada.
   Y entonces caminaron juntos unos pasos. Y entonces se estrecharon fuerte, se besaron, cerrando los ojos porque cada uno quería mirarse a sí mismo, nada más que a sí mismo y no al otro.
   Estuvieron acariciando el limite, lo exterior, la impenetrable puerta, la puerta con cien cerrojos; y ninguno de los dos quiso buscar las llaves, ninguno de los dos quiso empezar a abir, ninguno de los dos quiso saber que había en realidad detrás de la puerta que los separaba.
   Por eso fracasó el encuentro.
   Porque cada uno fue a encontrarse consigo mismo.
   Porque cada uno fue a alimentar con llanto su propia soledad.
   Porque cada uno llevó a su distancia y la puso en el medio.
   Y a pesar de los besos, y a pesar de ser un hombre y una mujer llenos de posibilidades, se dijeron adiós y lloraron, pensando que lloraban por decirse adiós, pero sabiendo que cada uno lloraba por sus viejos dolores, otros adioses, por otros intentos y otras historias. Y porque ya nunca podrian borrar las distancias que los separararían de ellos y de los otros que quisieran, alguna vez, acercarse a ellos.

MINIMÁS, Carmen Camacho

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CARMEN CAMACHO, Minimás, Baile del Sol, Tenerife, 2008, 104 páginas.

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Las cartas se forman por un derrame de conciencia.
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Arcos del triunfo, muros de la vergüenza.
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Se le olvidó la realidad de tanto ver telediarios.
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¿En qué inviertes tus latidos?
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Yo estoy hecha de derribos.
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Desconfío de la puerta a la que le brillan los candados.
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Pocas cosas tenemos tan atendidas como la culpa.
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Prefiero tener un pasado a vivir en subjuntivo.
***
Por compartirme, aunque sea conmigo. Por eso escribo.

CLASIFICADOS Y NO TANTO, Marina Colasanti

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MARINA COLASANTI, Clasificados y no tanto, El Jinete Azul, Madrid, 2011, 72 páginas.

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Poemas mínimos ilustardos por Sean Mackaoui.
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Pensamiento rechazado
solicita
ser adoptado.



HILO DE NADIE, Lorenzo Oliván

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LORENZO OLIVÁN, Hilo de nadie, DVD Ediciones, Barcelona, 2008, 136 páginas.

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Cuando miras la lejanía, el horizonte le da un arco grandioso a tu mirada y la invita a que ponga ella la flecha.
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La tierra gira y no cae. La peonza gira y no cae. Lo que gira no cae. Así que a veces creo que en la danza no hay muerte. Que dios es lo danzante.
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Quien no ama la propia carnalidad de las palabras, ¿logrará engendrar algo vivo en su trato con ellas?
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El sol del alba es siempre una promesa. El del mediodía, implacable, nos juzga. Y el del ocaso, irremediablemente, ya nos ha condenado.
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No tiembla la luz de las estrellas. Tiembla nuestra mirada, sabedora del enorme esfuerzo que esa luz ha realizado por hacerse ver.
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Al mar le obsesiona que un simple niño jugando en su orilla un día lo descifre, y borra, sin descanso, los signos en la arena.
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Qué triste es que uno luche por llevar una vida auténtica y al final siempre acaba en algo tan falso e impostado como un ataúd, que es un cajón que presume de ser mueble.

CONFESIONES DE UNA CHICA DE ROJO, Lilian Elphick

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LILIAN ELPHICKConfesiones de una chica de Rojo, Mosquito, Santiago de Chile, 2013, 94 páginas.
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CURSO DE LINGÜÍSTICA GENERAL

   Le arranqué la camisa, le solté el cinturón y, cuando los pantalones caían al suelo, noté su cola larga, escamosa, terminada en punta de flecha.
   —¡Ay, Dios mío! —grité.
   —Llámame como quieras, a mí no me importa —dijo él, mostrándome el verdadero infierno de su lengua.

ABECEBICHOS, Daniel Nesquens

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DANIEL NESQUENS, Abecebichos, Anaya, Madrid, 2012, 64 páginas.
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Jacobo Muñiz ilustra a doble página los microrrelatos que Nesquens compone siempre con brillantes aliteraciones.
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Monos mágicos meriendan mandarinas mientras muelen maíz.


EL SEÑOR DONHOSTIA, Carlos R. Pavón

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CARLOS R. PAVÓN, El señor Donhostia, La Bolsa de Pipas, Palma de Mallorca, 2005, 126 páginas.

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Cuento la trivialidad de mi vida como si alguna vez hubiese sido trivial.
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En la espera, encontramos la razón de la búsqueda.
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Las palabras significan en el oído, no en la boca.
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Di siempre la verdad, pero elige bien a quién se la dices.
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Sólo podemos ver nuestro pasado, nuestro presente lo verán en el futuro.
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Cuando fijas los detalles, el mundo se para.
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La noche es el poso que deja el día en nuestra memoria. Negro, claro, silencioso.
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Sólo somos dignos cuando pretendemos ser reales.
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Fuimos felices hasta que supimos que lo éramos.

SINCRONÍAS, Enrique Jaramillo Levi

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ENRIQUE JARAMILLO LEVI, Sincronías9 Signos, Panamá, 2012, 218 páginas.

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EN EL MUELLE

   Apoyado en la baranda del largo muelle del puerto, mira mar afuera y muy pronto se le viene al rostro un suspiro inmenso al contacto con los recuerdos. Cuando su abuelo tenía la edad que ahora él tiene y él era un niño de apenas diez años, en un par de días de alguna semana de verano le había enseñado a pescar exactamente en ese sitio pródigo frente a la bahía. Aquello se hizo costumbre y después se quedaban por horas pescando todos los sábados y domingos en la tarde y no se iban hasta que empezaba a oscurecer. Sin prisa metían su variado cargamento de pescado en raídos sacos de harina que llevaban para ese fin, y cada vez más bronceados por un sol inclemente se marchaban platicando como dos buenos amigos.
   Ahora, la mañana esplende, y en su mente se inserta un primer gajo de confusión. No percibe diferencia alguna entre el presente y el pasado tantas veces repetido que recuerda, que vive una vez más. Abuelo y nieto conviven en el muelle, su muelle del alma. La quietud, plateada hasta donde se extiende la vista, es absoluta, y el mar un gran espejo bajo las inmóviles nubes. Y en la superficie reverberante de las aguas una brisa tímida apenas las zarandea a ratos de aquí para allá. Poco después resiente la claridad, que oblicuamente le hiere los ojos bajo la gorra obligándolo a entrecerrarlos. Pronto empieza a sentir el fogaje quemándole mejillas, cuello y brazos, y preocupado por la blanca piel del nieto a su lado quien una vez más ha olvidado protegerse del sol y se ha puesto exageradamente colorado como siempre que se inicia el verano, decide que deben retirarse. Además, debe reconocer que hoy no han tenido suerte. ¡Vámonos ya, Luisito, se hace tarde, y mira cómo te has quemado! El chico no quiere irse, entretenido como está nutriendo pacientemente el anzuelo, pero pronto logra convencerlo.
   Ligeramente encorvado, camina despacio sobre los viejos tablones rajados creyendo ser el abuelo que va del brazo del nieto, conversando animadamente, hasta arribar al otro extremo, donde el sitio en que se inicia el largo muelle se topa con la estrecha carretera de piedra que bordea el paraje y que, como en tantas otras ocasiones, los conducirá hasta el pueblo. La próxima vez no sales sin untarte bronceador, le dice a la figura que no es más que aire y nostalgia trastocada.

CAPRICHOS, Ramón Gómez de la Serna

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RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, Caprichos, Cuadernos Literarios, Madrid, 1925, 114 páginas.

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Predominan los relatos de mayor extensión en esta primera edición de los caprichos que cuenta con las ilustraciones del autor.
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EL ENTE PLÁSTICO

   Con el calor de día gris se asoma ese muñeco a los escaparates de objetos de pintura. Se apoya en un caballete o se sienta sobre una de esas paletas de porcelana que son tan odiosas.
   Ese maniquí de madera es en verdad un ente, algo que existe, tiene vida propia y es grotesco. Al mismo tiempo ese engendro tiene algo de muerto, de muerto antes de nacer, de tipo de ser en los limbos primitivos, de proyecto abortado, de primer momento de un alma, de larva humana.
   Para mí siempre ha tenido una gran fuerza fija ese muñeco de vestir que tienen los artistas en sus estudios y que no se sabe cómo clasificar.
   ¿De quién es ese monigote? ¿Es muñeco, espectro anatómico o ser vivo? ¿En qué capítulo de la fauna debe figurar? ¿Entre lo monstruoso, entre lo vivo o entre lo muerto?
   Está siempre en el acuario de la tienda. Da tipo de pinturas al establecimiento pero tarda mucho en venderse. Parece un niño triste que juega eternamente con los pinceles, las paletas, los lápices de colores y los tarros que son tan simpáticos de apretar. Es el crío infausto que no sale nunca de la convalecencia y que juega a iluminar los paisajes esquemáticos de las cartillas de dibujo.
   Tienen cambios de postura en sus escaparates eternos. Unos días al abrir la tienda están sentados en el sillín campestre para los pintores, otros como con una lanza en el tiento en ristre, otros junto a la caja de bombones de la acuarela.
   A través de mis paseos por las ciudades, en mis peripatetismos más solitarios he encontrado siempre de cuerpo presente y queriendo ser un juguete del día, a ese muñeco malogrado, juguete ciego, calvo y con hechuras bastante perfectas. ¡Hubiera sido un niño tan bonito!
   En los días más desconceptuados de mi vida, en los días de fallecimiento he visto siempre al maniquí híbrido, desustanciado, trivial, que da a los escaparates de las tiendas de pintura tipo de tiendas fúnebres.
   Mi mirada hacia el muñeco hospiciano no era la que se dirige a un objeto cualquiera, la que se dirige a los bastidores con lienzo que dan pena porque casi siempre soportaran un cuadro malo, ni a las cartucheras de municiones de los tubos de óleo, ni la mirada que se arroja desesperada sobre ese paisaje en uno de cuyos rincones se lee un “Se vende”, escrito con letra mendicante.
   El maniquí de artista tiene un gesto descompuesto de niño que tuvo la meningitis y tiene algo de muñeco de ventrílocuo despintado, embrionario, filosófico.
   Parado frente a los escaparates me decía yo siempre: “Es un hombrecito, algo particularmente serio que no podría sufrir las bromas de un niño y que por lo tanto nunca podrá dársele de juguete a un niño... Tiene la melancolía de los cartabones”.
   El monigote ortopédico, el bailarín mudo y quieto —al que ha querido echar a perder Pinocho— con el tipo de los seres anatómicos a los que se ha quitado la primera piel. Es algo así como el ser vestido sólo con un traje como de tejido conjuntivo.
   En cada población me ha caracterizado para siempre el sitio en que se me apareció. ¡Oh, Montparnás lleno de ellos, como si fuesen las “tenias”, a medio bien formar, del Arte y la Gloria!
   Por fin sin ser pintor he comprado uno de esos entes que miran al cielo y lo he observado con repugnancia de su tristeza y con deseo de descubrir su secreto.
   Nadie como yo ha dedicado una atención tan intelectual y tan constante a ese ser olvidado, perdido en los rincones de los estudios, tratado como una cosa.
   He sido el disecador, el anatomista, el observador científico de ese espantajo de la nostalgia de no se sabe qué.
   Me ha dado noches de pesadilla y me ha abrumado con la idea de todo lo que permanecerá informe en el espíritu aunque yo muera por darlo forma. Ha sido colgado de su clavo nº 1898, la emulación para que todo sea divertido en literatura, el remordimiento ostentoso de las cosas inacabadas, de las cosas en ciernes, de aquello en que se pensó lo mejor y se olvidó enseguida.
   Pero no encontraba su secreto soporífero e intelectual de ningún modo, aunque puse en ebullición toda mi materia gris.
   Hasta que un día la modelo trivial, al verlo en un rincón de mi torreón gritó: “¡Hijo mío!”, y me contó que era hijo de ella y del pintor mediocre de los cabellos rubios, el aborto de los partos que suceden en los divanes de los pintores y que van a parar a las inclusas de las tiendas de pintura para que sirvan de modelo contorsionista a los pintores mediocres. ¡Por eso ya no se encuentra en los estudios de los pintores geniales como no sea como documento arqueológico y sarcástico!



TODO IRÁ BIEN, Matías Candeira

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MATÍAS CANDEIRA, Todo irá bien, Salto de Página, Madrid, 2013, 160 páginas.

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ALGUIEN AL OTRO LADO

   El cuarto de matrimonio tenía una lámpara tubular que emitía luz en intermitencias, como estallidos de sangre. Ella y yo nos quedamos mirando  el ventilador en la espesa oscuridad. Apenas avanzaba ni retrocedía. Ah, lo cierto es que suelo arreglárselos a algunas mujeres de este vecindario apartado. Casi todo el mundo se ha marchado de aquí. Llevo años haciendo lo mismo. Con la excusa de que necesito encontrarme solo para hallar la víscera rota de la máquina, si puedo les robo —siempre cantidades pequeñas que esconden en lugares mullidos— y después husmeo en los cajones de su ropa interior. Huroneo con mi nariz allí dentro, salvajemente, lo juro, como si no hubiera días. Es mi momento especial. Sé muy bien que soy un ingrato con la educación recta que recibí de niño.
   —Hay que hacer algo —le aseguré a esta mujer.
   La luz submarina de la lámpara estalló de nuevo y me acerqué más a la pared, donde me había parecido ver la sombra de otra persona. Justo en aquel instante, es cierto, imaginé algo horrible que se había larvado en aquella casa. Lo único que ella me había dicho era que le aterrorizaba escuchar el ventilador en la oscuridad, mientras dormía. Pero también me dije que aquel ventilador majestuoso no podría deprimir a alguien como yo. Era igual que un niño gordo que acaban de sacar entre una marea negra, intentando vivir. Algo tristísimo. Pronto noté que ella me acercaba una escalera por detrás. Me obligo a decir idioteces cuando estoy nervioso. Mi mente sustituye indebidamente algunas palabras. Casa. Bonita casa.
   —Tiene un ejemplar muy atractivo.
   Hurgué durante unos minutos en el corazón del aparato, pero no encontré aquel error que lo obstruía, quizás una uña enorme o una bola de pelo húmeda. A veces me he imaginado a dos amantes que, en cada uno de sus arrebatos, segundo a segundo, van perdiendo hebras del cabello que ascienden hacia los ventiladores hasta obstruirlos y matarlos silenciosamente.
   Decidí insistir un poco más y, por fin, tiré de algo. Era un pequeño trozo de cuerda blanca muy resistente. Ella se la guardó en el bolsillo con rapidez, como si, por alguna razón, no quisiera que la examinara. El ventilador seguía sin girar y el temblor, me temo, era todavía peor que antes.
   Dije hasta dos veces qué casa tan bonita y su ventilador, lo siento, no creo que se pueda hacer nada.
   De pronto, cuando me disponía a marcharme, la mujer se recogió el pelo —tenía una dignidad desconcertante— y dejó un billete sobre la cómoda. ¿Puede uno notar el definitivo temblor de otra persona sin mirarla? Estoy seguro de que no era una gran cantidad de dinero, pero a mí, por primera vez en muchos años, no me apeteció escarbar a mi manera en sus secretos diminutos.
   —Podría quedarse aquí un rato —dijo ella, y me miró a los ojos—. Está lloviendo bastante.
   Fuera cierto o no, tampoco es que yo tratase de buscar una ventana. No me parecía bien dejar de mirarla en ese momento. Entonces ella sacó aquella botella de vino. O debería decir, más bien, que la extrajo del estómago de un mueble y que, allí dentro, aquella botella estaba esperándola. Era una botella medio vacía y llena de polvo. Alguien había pintado, con la angustia de un niño, a un hombre y una mujer en la etiqueta, sentados muy juntos en el banco de un parque.
   Estaba espeso y con el sabor picado, a encía.
   Tampoco dije nada ni me opuse, porque aunque desconociera sus motivos, ese gesto —llevarnos los vasos lentamente a la boca, acabar aquel rito— era importante para ella. Arreglar un ventilador y arreglar la vida. Eso pensé. Iba a marcharme, claro que iba hacerlo. Pero en ese momento ella se quedó quieta junto a la puerta del cuarto, dejando que la luz rojiza y distante le iluminara las piernas, y yo, bueno, pues la verdad es que no medité bien lo que dije. Otra vez.  ¿Es que eran demasiadas?
   —Vamos a mirarlo de nuevo. Tal vez así funcione. No aparte la vista.
   Y, muy despacio, nos fuimos introduciendo vestidos en la cama. Me detuve a quitarme los zapatos. El izquierdo el primero, dejándolo caer. Fue extraño, porque noté que la forma de hacerlo no era exactamente mía. Ella se asustó mucho. Quizás había reconocido algo en mí.
   No sé cuánto tiempo pasó. Allí tumbados, en completo silencio, vimos de pronto que el ventilador arrancaba un gemido y las aspas se aceleraban desesperadamente, como si alguien muy lejano elevara una queja desde la oscuridad. Y pensé tontamente: ¿quién me iba a mirar a mí, o a ella? Desconozco cuántas veces giró, pero mirábamos la misma aspa, el mismo punto infinito y blanco.
   Ella y yo.
   Era como cazar.
   Estaba seguro de que iba a marcharme, y también, por qué no, que algo me detendría.

AMORES PATOLÓGICOS, Nuria Barrios

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NURIA BARRIOS, Amores patológicos, Ediciones B, Barcelona, 1998, 178 páginas.

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Amores patológicos conforma su naturaleza de novela mediante la yuxtaposición de los relatos que componen la sección titulada Textos. Tras esas narraciones, que permiten una lectura autónoma, sorprenden al lector veinte Textículos.  
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AL DESEO, ¿QUIÉN DIABLOS LO HA LLAMADO?

   En el principio eran el hombre y la mujer en un cuarto de baño. Ella estaba desnuda en la ducha; él sentado en el váter, desnudo, con un libro en las manos y un cigarrillo en los labios. ¿Cagando? Como no sabían qué hacer con sus grandes cuerpos, el hombre y la mujer se ignoraban. Al verles tan solos y confusos, el deseo fue a su encuentro. ¿Un movimiento desinteresado? La mujer lanzó un gemido, mientras se doblaba sobre sí misma. Un calambre la recorría como una lanza. ¿Un infarto? Asustada, salió de la ducha y acudió al hombre en busca de ayuda. Se sentó sobre él y, sin saber muy bien por qué, cogió su pene con las manos y lo introdujo con delicadeza dentro de ella. ¿Acoso y violación? El deseo empezó a circular entre ellos como una corriente eléctrica. Se abrazaron muy fuerte, entre pequeñas convulsiones. ¿Intento de asesinato? Hubo una descarga. Entonces se besaron con un beso largo y cálido. ¿Una toma de tierra para evitar nuevas descargas? Con el ruido del timbre de la puerta, el hombre y la mujer salieron del letargo. ¿Lo habrían soñado? En cualquier caso, si ellos estaban antes tan tranquilos, al deseo, ¿quién diablos lo había llamado?

LIBRO DE ANIMALES, Wilfredo Machado

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WILFREDO MACHADO, Libro de animales, Monte Ávila, Caracas, 1994, 122 páginas.

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FÁBULA DE UN ANIMAL INVISIBLE

   El hecho —particular y sin importancia— de que no lo veas, no significa que no exista, o que no esté aquí, acechándote desde algún lugar de la página en blanco, preparado y ansioso de saltar sobre tu ceguera.

LA RAZÓN Y OTRAS DUDAS, José Mateos

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JOSÉ MATEOS, La razón y otras dudas, Pre-Textos, Valencia, 2007, 216 páginas.


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Para todos los que no hemos tenido la suerte de asistir a la Escuela Popular de Docta Ignoracia, se editan en anexo las Divinanzas escogidas entre los papeles dispersos de Don Juan Espectro (pp. 115-134) y las Divinanzas del Señor Liendres (pp. 199-207).
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Lo que salta a la vista cuántas veces nos ciega.
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DEUDAS PREHISTÓRICAS. Nuestra civilización —toda civilización— se ha levantado sobre el caos y la injusticia, y por eso, en nombre de la justicia, siente constantemente la tentación de volver al caos y a la injusticia.
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PROGRESO. La Historia no puede acabar en el paraíso porque ningún paraíso tiene historia.
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IMPRESIÓN ZOOCIOLÓGICA. Nada une tanto a una manada de lobos como el crimen compartido.
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EL EXTRANJERO DE SÍ MISMO. En el fondo, todo hombre es, lo sepa o no, un anhelo de Dios, sea Dios lo que sea. Incluso aunque Dios no sea.
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No nos importa ser malvados e injustos. Por lo general, lo que nos importa es que los demás lo sepan.

HUEVOS MORALES, Barón de Hakeldama

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BARÓN DE HAKELDAMA, Huevos morales: axiomas de perpleja elocuencia exhortados en tiempo de Adviento a la gloria del Inefable en el monasterio de El Pauler a la hora de ánimas por la pluma del doctísimo el muy sereno, Swan, Madrid, 1983, 78 páginas.

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Bajo el pseudónimo Barón de Hakeldama, José Gustavo Bernal Vidal firma unos huevos morales que, como él mismo explica en sus Disertaciones de apertura, no dicen "la palabra, la palabra se dice en mí en su arrebato, me señala con su vómito, su lepra y su insignificancia".

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No tengo intención de existir en mis palabras. Siento a la niebla por madre y en al hojarasca escucho a mis vástagos.
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El vacío todo lo horada. Es como si el alma fuera demasiado gorda, excesivamente cebada como para enhebrar un universo tan fino, ideado con tan mala leche.
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El triunfo únicamente es fruto de la imbecilidad de los demás: el fracaso de la necedad propia. Resulta difícil distinguir un destino sin culpables.
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El juicio final, como las cataratas del Niágara u otras cosas desmesuradas, será, más que nada, un acontecimiento turístico.
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Lo contrario de la lucidez es la sensatez, por eso de dios puede esperarse todo menos que dimita.
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Para pasar a la historia debería ser bastante con una sola frase. Con una puñalada es suficiente.
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La mejor manera de ocupar un lugar de excepción en el corazón de alguien es traicionarle; amarle sólo asegura un puesto de segunda categoría en el fárrago de su pensamiento.
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Un acontecimiento, cuando es presentido, es ya un asunto acabado.

NINFAS Y CALAVERAS, Ramón Gómez de la Serna & David Vela

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RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA & DAVID VELA, Ninfas y calaveras, El Patito, Santiago de Compostela, 2013, 96 páginas.

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Jesús Rubio Jiménez escribe en David Vela y Ramón Gómez de la serna. juego de espejos (pp. 11-14): "En la obra de David Vela, como en la de Ramón, uno tropieza de continuo con sobrecogedoras fábulas simbolistas del tiempo." Subtitulado Y otras elucubraciones de Ramón Gómez de la Serna, muchas de las ilustraciones que contiene (témperas sobre papel) ya fueron exhibidas anteriormente en dos exposiciones: Los muertos y Las muertas.
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La vida es decirse ¡adiós! en un espejo.