TURRIS EBÚRNEA O LA REINA DEL PAPAGAYO, Francisco Xabier de la Colina Unda

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FRANCISCO XABIER DE LA COLINA UNDA, Turris ebúrnea o la reina del Papagayo, Huerga & Fierro, Madrid, 1998, 302 páginas.

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EL LUNAR


   Cuando nació aquella preciosa niña el padre se puso muy contento, pues era de una belleza deslumbrante; tan perfecta y acabada que él anheló, y creyó, que no cambiaría nunca. Deseaba que se quedase para siempre como aquella cabeza, antigua y degollada, de la muñeca alemana de porcelana que él tenía tras el cristal de la alacena donde se alineaban algunos de sus libios lujosos.
   Siempre concibió tener una hija así, rubia y de tez dorada y transparente. Por fin, después de varios hijos atezados y oscuros, que sin duda salieron a la madre (una guapa y morena mujer), había venido esta criatura perfecta. Sólo que su entusiasmo estaba limitado; diríamos, mejor, aminorado, por la presencia en la mejilla de la niña, cerca de la orejita, de un pequeñísimo lunar marrón que con el tiempo crecía de una manera casi imperceptible pero continuada.
   Tanta fue su obsesión por aquel lunar, que le llevó a consultar secretamente esta anomalía de la piel a un médico amigo. Éste le tranquilizó asegurándole que a una cierta edad, cuando cesase el crecimiento de la niña, esta maculita no sería mayor que una lenteja y que, incluso, embellecería su rostro aún más. Calmose el padre que, al posar sus ojos sobre tan linda carita, hacía abstracción del inoportuno lunar, encontrándola cada día más bella. Como la niña crecía que era una bendición —esbelta y dorada— sus temores se disiparon completamente y no prestó más cuidado a esa manchita, insignificante dentro de la total hermosura del conjunto.
   Sin embargo la vida trae, a veces, ritornelos curiosos. El padre que hacía mucho tiempo no había vuelto a ver a una antigua novia suya, rubia y de cutis ambarino, se la encontró casualmente. Al saludarse y besarse, como es frecuente entre viejos conocidos, vio con asombro (pues lo había olvidado) que en la mejilla derecha ella tenía un lunar exacto al de su hija, y en el mismo sitio. Entonces recordó todo; la gran pena que sintió al dejar a la muchacha, y la causa: no haber podido superar la aversión a aquel lunar, islote oscuro en el que brotaba, cual levísima palmera de un oasis, el filamento de un feo, largo y negro pelo. Algo de aquel amor truncado reverdecía misteriosamente en el rostro de su hija en forma de lunar. ¿Era una venganza del Destino o una huella que sobrevivía? Sintió un vago remordimiento.
   Pero como en los cuentos (en los buenos cuentos de antaño) a partir de esos días de purga (¿purga de un pecado no cometido?), un extraordinario y, a la vez, natural acontecimiento ocurrió: el oscuro botoncito, el lunar ominoso en la mejilla de su hijita fue desapareciendo sin dejar rastro.
   El mismo no-rastro de lisura que el viento deja en la arena del desierto.

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