ZOOPATÍAS Y ZOOFILIAS, Javier Tomeo

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JAVIER TOMEO, Zoopatías y zoofilias, Mondadori, Madrid, 1992, 145 páginas.

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Estas cincuenta y una narraciones están precedidas por pequeñas ilustraciones alusivas.
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EL HOMBRE RATÓN

   Aquel hombrecito de mirada asustadiza y largos bigotes hirsutos tenía la pretensión de ser un ratoncito. Cada tarde entraba en el bar, se sentaba en una mesa del rincón, cerca de la puerta, y se nos quedaba mirando con ojos brillantes y saltones sin dejar de imprimir a su mandíbula superior el característico movimiento que podemos observar en los auténticos roedores.
   Todos los del barrio conocíamos su verdadera historia y podíamos imaginar lo mal que lo estaba pasando desde que su mujer se escapó con el cartero. ¿Cómo convencer a un hombre, sin embargo, de que no es el ratoncito indefenso que piensa ser, sin más armas para defenderse que un par de pequeños incisivos de crecimiento continuo? ¿Cómo convencerle de que, a pesar de todo, vale la pena continuar viviendo? ¿Cómo ayudarle a recuperar la confianza?
   —Vamos a ver —le dije un día, dispuesto a devolverle la sensatez— Hábleme usted de quesos. Si realmente es ese ratoncito que pretende ser, sabrá distinguirlos sin el menor problema, pues todos sabemos que los ratones se pirran por e! queso.
   Le pregunté en que se distinguía el queso de bola del queso gruyere y el hombre pensó que quería tomarle el pelo y se me quedó mirando a los ojos, sin saber que responder. Le repetí la pregunta y me contestó por fin que los quesos de bola son los que tienen forma esférica y que el queso gruyere era el de los agujeros.
   —Ni siquiera es necesario probar esos dos tipos de quesos para distinguirlos —me dijo con una vocecita agguda que trataba de imitar el chillido prolongado de un ratón—. Pueden reconocerse a simple vista.
   —¿Qué me dice entonces del queso manchego? —le pregunté, sin dar mi brazo a torcer.
  —Es un queso elaborado con leche de oveja, de pasta firme y aroma y sabor muy característico. Puede consumirse fresco, seco o curado en aceite. Yo, personalmente, lo prefiero muy seco.
   —Déme una razón que justifique esa preferencia —le pedí.
   —Si el queso esta muy duro —respondió, abriendo la boca y señalándose los dientes con el índice— estos dos incisivos, que usted ve tan desarrollados, cobran todo su sentido.
   —¿Y el emmenthal? —le pregunté—. ¿Qué me dice del emmenthal?
   —Es un queso de vaca —respondió. Duro, compacto, con grandes ojos. No es fácil de encontrar en las despensas de este barrio.
   Reconocí que a juzgar por aquellas respuestas —que me dio sin ninguna vacilación— podría ser realmente un hombre ratón, pero no quise rendirme a las primeras de cambio y se me ocurrió otro sistema para devolverle a la realidad. Una mañana le sujetamos entre unos cuantos clientes del bar y le afeitamos el bigote en seco. Fui precisamente yo quien empuñó la navaja barbera. Le puse luego un espejo a un palmo de la nariz y le pregunte si todavía continuaba reconociéndose hombre ratón.
   —Así, sin bigote, me resulta muy difícil —reconoció tristemente, pasándose la yema del índice por encima del labio superior.
   Y aquel día señaló el principio de su recuperación. Continuó acudiendo cada tarde albar y sentándose en la mesa del rincón, pero poco a poco fue dejando de mover las mandíbulas y hace un par de días se decidió a jugar con nosotros una partida de dominó.

        

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