CUENTOS DEL MEDIODÍA, Luis del Val

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LUIS DEL VAL, Cuentos del mediodía, Algaida, Sevilla, 2008 (1999), 256 páginas.

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JORNADA LABORAL

   El despertador digital sonó puntualmente a la siete y media. El bip bip se extendió unos segundos por el dormitorio, tiempo suficiente para que su mujer se removiera inquieta hasta que él extendió el brazo para enmudecer el aparato. Entonces ella se arrebujó en la tenue sábana y siguió durmiendo.
   La ducha fría terminó de despertarle y, ya en el vestidor, eligió un traje azulado de verano, una camisa de seda de color verde muy claro, una corbata de dibujos azules y amarillos, y unos zapatos castaños, a juego con el cinturón.
   Por un momento, mientras pulsaba el control remoto de apertura de la puerta del chalé, y ponía en marcha el automóvil de gran cilindrada, cuyo suave ronroneo parecía la caricia de un animal salvaje que apaciguara su furia, llegó a sentir esa satisfacción familiar que experimentaba cada nuevo día, como si todo lo que le rodeaba —la urbanización, su chalé, el cielo, incluso el propio automóvil— formaran parte de un conjunto perfectamente armónico. Condujo despacio hasta la ciudad y aparcó el automóvil en un garaje de las afueras. Luego, después de comprar un par de periódicos, tomó un autobús que le llevó hasta uno de los parques céntricos, y una vez allí, eligió un banco que recibía los primeros rayos de sol de la mañana y se dedicó a leer las páginas de economía.
   Deambuló por los grandes almacenes sin comprar nada, desayunó un par de veces en dos cafeterías distintas y, hacia el mediodía, llamó a su mujer para decirle que tenía un almuerzo de trabajo. Comió solo en un restaurante modesto, donde su corte de traje llamó la atención del camarero que parecía atenderle con más deferencia que al resto de los clientes, y después de almorzar se metió en un cine de sesión continua.
   Al anochecer, cuando la obediente puerta del chalé volvió a abrirse, y las ruedas del lujoso automóvil apisonaban la grava del sendero entre los setos de arizónicas, se dijo que debía hablar con ella, que no podía ocultarle por más tiempo que ya no era el importante director general, y que se había quedado sin trabajo.
   Pero, acobardado, tras la cena y la velada frente al televisor volvió a poner el despertador a las siete y media, como todos los días.

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